17/3/08

El café, relato ilustrado de una pasión

Por José Chalarca

Colombia ofrece paisajes que envidiaría el más logrado paraíso: altas montañas coronadas de nieve que se asoman al mar para contemplar en su espejo las líneas soberbias de su silueta.

Cerros de forma caprichosa como la materialización de los sueños de un geógrafo febricitante.

Gargantas profundas para asomarse en ellas a contemplar el centro de la tierra.

Riscos inaccesibles, colinas ondulantes que sugieren las morbideces ocultas de vírgenes necias ofrecidas con fingido recato a la tentación de la caricia.

Planicies erizadas de montículos en donde el viento ensaya la voz y la luz prueba la escala tonal de los verdes.

Llanuras infinitas para que el sol mida el alcance de sus rayos. Territorios inmensos donde se pierde la noción del horizonte, sembrados de pastizales inagotables.

Tierras sin límite extendidas allí por la geometría, para demostrar la infini­tud del plano e ilustrar en el tiempo la noción de eternidad.

Suelo llano poblado de vegetación generosa en donde habita una fauna tan numerosa y variada que daría para llenar una y muchas arcas de Noé.

Ríos caudalosos, poblados de riquísima variedad de peces que recogen en sus márgenes las aguas que le llegan de todas las regiones del país y ofician de vías de comunicación.

Riachuelos de aguas cantarinas que se deslizan alegres, sobre lechos tapizados de guijarros multicolores, habitados por pececillos juguetones que corren despreocupados hacia los grandes ríos que les conducirán, envueltos en sus aguas abundantes, hasta el océano final de su sueño.

A este suelo y este paisaje, un día, después de larga travesía y aventuras innumerables cuya crónica daría para llenar voluminosos tratados, llegó el café y en él, edificó su morada.

Aquí encontró, en las vertientes de las tres cordilleras que surcan el suelo colombiano de sur a norte, suelo generoso, de clima propicio y lluvia benigna para echar raíces y rendir sin desmayo, año tras año, la cosecha abundante de sus frutos rojos.

Y encontró unos hombres de corazón sin linderos, dispuestos a brindarle cuidado amoroso a todo lo largo de los distintos pasos de su ciclo vital.

Hombres de mente abierta y mirada visionaria que supieron ver en el cultivo del café una fuente de riqueza segura que les daría a ellos, a sus hijos y a los hijos de sus hijos, el sustento y el bienestar.

Hombres que dispusieron sin remilgo la fuerza de sus músculos, para quitar a la selva las tierras que necesitaban para el cultivo del café y al impulso de la siembra extendieron los linderos de la civilización.

Y abrieron caminos y tendieron rieles para que las montañas se poblaran con el canto de las locomotoras y trazaron carreteras para borrar las distancias y unir las montañas con el mar y con el resto del mundo.

Y levantaron aldeas, edificaron pueblos, construyeron ciudades y, poco a poco, con perseverancia que en ocasiones tocaba los límites de la sensatez y la cordura, llevaron la civilización hasta el lomo arisco de las cordilleras y las cumbres.

Esos mismos hombres que con sus acciones trajeron al territorio de la verdad la leyenda de los titanes, dispusieron sus manos dadivosas y también delicadas para recoger con cuidado y en los árboles más recios, los granos más saludables y hermosos para extraer las semillas de nuevos cafetos.