17/3/08

Pinta porque pinta

(Sobre la exposición de José Chalarca en la Casa del Marqués de Valdehoyos,
Cartagena 1993)

Por Roberto Burgos Cantor

Parecería que el intento, desesperado por cierto, de la pintura tiene que ver de manera fundamental con un capricho de los seres humanos: perdurar.

Esta idea de duración en el tiempo, con fatalidad mesurable y finita, no es todas las veces la manifestación de una vanidad más o menos sin fundamento. Ella, en ocasiones, se subordina a obsesiones innombrables, empecinamientos, terquedades, que acaban por darle un sentido a estos días que «uno tras otro son la vida".

En el caso de hombres que por su oficio son reconocidos como buceadores de palabras, contadores de historias, inventores de ficciones y conceptos también se siente el olor de eternidad. Ernesto Sábato pinta, después de sus celebradas novelas, porque una grave afección de la vista lo hace apto para los pinceles. El poeta Alberti escribe, incansable, porque una extraña alergia lo alejó de los lienzos y los aceites.

Pero, José Chalarca, este hombre que nació en la cresta de la cordillera y que viene escribiendo con rigor silencioso, cuentos, ensayos, poemas secretos, reseñas, pinta porque pinta. Es uno de esos extraños cazadores de belleza incrédulos de su hacer y descreídos de sus hallazgos. Por una paradoja feliz, la falta de fe los conduce a una aventura más, a otro precipicio, a atisbar quizás el fracaso o la nada que no siempre son lo mismo.

Para quien quiera saberlo, porque al fin y al cabo las fuentes turbias de la creación resultan de tanto interés como el resultado, lo único que persigue Chalarca en su aventurar sin sosiego es la belleza. A lo mejor ni él mismo la concibe de manera exacta, tangible, precisa. Por eso en su pintura cada obra denota una ausencia. Se está para mostrar que se hace falta. Así sus donceles presentes muestran con hondura las doncellas que no están. Las que se retardaron. Las que no llegan. Pero ello también revoloteaba con la fugacidad perecedera de una sombra y cierta iluminación desgarrada en sus ensayos. Como en la reflexión, severa y personal sobre M. Yourcenar. El femenino imposible se refugia en la trama histórica irrecuperable para cantar su derrota. Batallas invisibles que se revelan a los mirones.

José Chalarca intuyó los demonios de su arte en un pliegue de la cordi­llera. Con el pretexto de construir los pesebres de la infancia inventó diablos, ángeles y animales que no navegaron en el arca de Noé. De esos que aparecieron en América por la fuerza desatada de la imaginación. Chalarca los moldeaba de colores mientras cuidaba las vacas, escurridizas en la niebla del solar paterno.

No contento con ese ejercicio, casi sacrílego de armar figuras de barro, llegaba a la casa oloroso a cidrón y café, a pintar en los papeles de estraza donde el tendero envolvía la carne sangrienta de res y de puerco. Su madre lo convidaba a acostarse. A esa hora ni siquiera las luces del burdel triste de bocas apretadas permanecían encendidas.

El obstinado de José Chalarca aprendió a pintar en la oscuridad, así como los amantes furtivos de la casa de placer esquivo aprendieron a amar en silencio con una media de lana embutida en la boca para atrancar los gritos que los delataran. Tal vez por eso sus figuras están iluminadas desde adentro, con un faro interior, desde el cual el pintor indaga la ausencia.

Y logró el pintor sobrevivir a todo. A los fríos que en el amanecer de la cordillera calan los huesos; a los festejos por un editorial del periódico local que le pagaban con una copa de aguardiente; a la conformidad mediana de ser una celebridad de parroquia; a la tentación de claudicar.

Chalarca asumió, en una época en la cual no es usual, un reto. El reto de cumplirle una cita a la belleza. La belleza que Breton llamó convulsiva y Rimbaud encontró amarga. Y quiere dejar testimonio de ese encuentro. Hoy lo hace como ya lo hizo con su literatura. El deja vislumbrar en su mano, dura pero suelta, una línea que apenas se propone atrapar lo bello y ojala ahorcarlo.