17/3/08

El contador de cuentos: "El pesebre"

José Chalarca

Fue cuando vivíamos en la casa del abue­lo por segunda vez y nos tocó ocupar el pri­mer piso. En el de arriba habitaban como in­quilinos misiá Abigail, de setenta años de edad, y dos hijas solteranas: Esther Julia y Carlina. El hombre de la casa se llamaba Martín y tra­bajaba como chofer en una familia de ricos.

Sólo venía cada quince días cuando le daban salida.

Esther Julia era alta y flaca, Carlina tam­bién era alta pero de carnes abundantes. Es­ther Julia caminaba siempre en puntillas y hablaba bajo, casi en secreto; por ello ma­má le dio el apodo de “pisa flores”. Carlina nunca supe si hablaba.

Para un diciembre llegó un nieto de misiá Abigail, muchacho de mi edad que se llamaba Conrado con quien no logré hacer amistad.

Conrado al igual que yo tenía la pasión del pesebre y este sentimiento en común nos unía en la distancia de los entrepisos. Yo empezaba con la tarea de hacer el pesebre desde principios de noviembre y cuando se llegaba con el seis de enero el momento de des­baratarlo, lo había modificado y paseado por todos los rincones de la casa infinitas veces.

El año en que llegó Conrado, mi pesebre fue de los más hermosos que recuerde. Había pasado de las figuras amarillas hechas de barro con mi propia mano y cocidas en el fogón, a un fastuoso pesebre de yeso –en miniatura, claro– que con mis escasos aho­rros y unos centavos que papá birló del mer­cado, logramos adquirir en el almacén de don Benjamín López por la suma astronómi­ca de treinta pesos.

Ese año mi pesebre estaba más bello que nunca. A las ocho figuras reglamentarias se su­maban un rebaño de cuatro ovejas sin pas­tor, una gallina de carey color amarillo que ponía huevos verdes y era más grande que las imágenes del pesebre, cinco casas he­chas con empaques de remedios, un marra­nito de loza pintado de colorines.

Había también un río de papel de alumi­nio, unos pajaritos de celuloide, un tren de baquelita y muchos carros fabricados con cajas de fósforos.

El primer día de la novena que se hacía en todas las casas del barrio, iniciamos el reco­rrido en la de Conrado y ¡oh sorpresa! yo que los imaginaba ricos, les descubrí un pesebre tan pobre que era casi miserable. Todo un cuarto lleno de musgo con una sola figura que ni siquiera representaba un santo: una muñeca de porcelana...

Muchos consideramos que podría ser pe­cado rezar allí, pero la señorita Esther Julia nos cortó la retirada con una bandeja llena de confites. El pobre Conrado, demasiado gordo y grande para sus años, se sintió tan herido por nuestra actitud y los comentarios burlones de la chiquillada, que no nos acom­pañó esa noche a rezar la novena en el resto del vecindario.

A la noche siguiente, Conrado no se apa­reció y en un acuerdo tácito resolvimos igno­rarlo. A la tercera noche volvió con nosotros y pidió, no, más bien exigió que comenzára­mos haciendo la novena en su casa.

Le había cambiado de sitio al pesebre.

Ahora estaba en el comedor cubierto con una sábana a manera de telón. Cuando todos estuvimos dentro y habíamos encontra­do acomodo, Conrado abrió la sábana y apa­reció ante nuestros ojos incrédulos un pese­bre de fantasía.

El rostro y la expresión de las figuras era de una perfección que las hacía casi reales a nuestra vista deslumbrada; el oro, el colori­do y sobretodo el tamaño superior al de las figuras de los pesebres caseros, nos dejaron a todos pasmados de asombro.

De los tres Reyes Magos, dos iban monta­dos en corceles tallados en actitud de brío de los mejor pura sangre enjaezados con riquezas sin medida; el tercero montaba un camello en silla con baldaquino. La Virgen María estaba representada en posición se­dente y sostenía en sus manos un pañal; San José de pie con su varita eternamente florecida. Contemplaban el conjunto la mula y el buey no echados sino bien parados en sus cuatro patas y tres pastores con ovejas sobre sus espaldas agachados buscando un Niño Dios que no aparecía por parte alguna.

Más tarde supe que el pesebre que nos mostró esa noche Conrado era nada menos que un pesebre español, tallado en madera, con todos los refinamientos del estilo barro­co.

Esa noche hicimos la novena con el mayor recogimiento, nos sentíamos como en la Iglesia, hechizados todos por las hermosísi­mas figuras.

Todo se vino abajo el cuarto día. A eso de las once de la mañana, estaban golpeando en la puerta de misiá Abigail tres sacerdotes del Seminario de los Padres Corazonistas, próximo a nuestro barrio y cuatro policías.

No era yo el único curioso. Todas las veci­nas estaban asomadas a las ventanas y co­mentaban y conjeturaban a voz en grito lo que pasaba y lo que pasaría.

Los sacerdotes y los policías entraron de­jándonos a todos en ascuas. Al cabo de un buen rato que la curiosidad nos hizo eterno, salieron llevando cada uno varias imágenes del pesebre de Conrado.

Esa noche la novena se hizo en la capilla del Seminario y hubo bendición con el Santí­simo, para reparar el sacrilegio cometido por el pobre Conrado que se fue ese mismo día con sus padres.