17/3/08

Nikos Kazantzaki, un sacerdote del hombre

Por José Chalarca

Corresponde a los griegos el descubrimiento capital de la cultura de Occidente: el descubri­miento del hombre. Quiere decir ello que los grie­gos supieron quién era el hombre? No, por cierto. Cuando se dice que los griegos descubrieron al hombre solo se significaba que ellos fueron los primeros en notar su presencia y preguntarse por la naturaleza, las Implicaciones y consecuencias de esa presencia misma. Los primeros en deslin­dar su ser del ser de los entes circundantes. No Importa que después, y respondiendo a una nece­sidad Incita en la razón humana, los griegos le hu­bieran restado agudeza a su visión al tratar de cla­sificar este descubrimiento y así, debidamente ro­tulado, encerrarlo dentro de la caja de caudales que guardaba las adquisiciones de su pensamien­to.

Aristóteles, embriagado por el mosto burbujean­te de sus categorías, enceguecido por su doctrina del hilemorfismo, en su celo ordenador no vacila en encerrar al hombre, valiéndose del género pró­ximo y la diferencia especifica; entre dos paredes frías y negras: la animalidad y la racionalidad.

Pero por fortuna nos queda el preguntar y el res­ponder por el ser del hombre poetlzado por Sófo­cles en un coro de su Antígona: Muchas cosas son pavorosas; nada, sin embargo, sobrepasa al hombre en pavor. Sale, por encima de la espuman­te marea, en medio de la invernal tempestad del sur, y cruza las montañas de las abismales y enfurecidas ondas. Fatiga la Indestructible calma de la más sublime de las diosas, la tierra, pues ano tras ano, ayudado por el arado y su caballo, la re­mueve en una y otra dirección.

“EI caviloso hombre enreda la volátil bandada de pájaros y caza los animales del desierto y los que viven en el mar. Con astucia subyuga al ani­mal que pernocta y anda por los montes. Salta a la cerviz de toscas crines del corcel, y lo domina; y con el madero somete al yugo al toro jamás dominado.

“Por todos lados viaja sin cesar: desprovisto de experiencias y sin salidas llega a la nada. En ningún caso puede impedir, por fuga alguna, un único combate: el de la muerte; pero tiene la felicidad de esquivar con habilidad la enfermedad plena de miserias.

«Circunspecto, porque domina, más allá de lo esperado, la habilidad inventiva, cae a veces en la perversidad, otras, le salen bien empresas nobles. Vive entre la ley de la tierra y el orden jurado por los dioses. Al predominar sobre el lugar, lo pierde, porque la audacia del hombre lo hace considerar el ser como el no-ser. Quien no ponga en obra eso, que no comparta mi hogar conmigo, ni que mi saber tenga nada en común con su divagar». (1)

De los griegos que pensaron esto a nosotros ha corrido mucha agua bajo los puentes. Con el hombre ignorado, reducido por Descartes a “cosa pensante” se han hecho, no obstante, descubrimientos pasmosos: la penicilina, la electricidad, el automóvil, la relatividad de la materia. Se ha elaborado la física cuántica, se han explorado los espacios siderales y los espacios submarinos. Se han pintado los frescos de la capilla Sixtina, se han escrito el Quijote y la Divina Comedia, se han compuesto las nueve sinfonías y entonado “El canto de mí mismo”.

Esporádicamente algunas inteligencias lúcidas se han preocupado por saber quién es ese animal racional, esa cosa pensante capaz de tantas maravillas. Pero es Nietzsche el primero después de muchos siglos quien empieza a preguntarse bien. Mas a pesar de su fuerza y su vitalidad no puede evitar el vértigo ante el abismo tenebroso que le desvela su preguntar. Husserl, Bergson y Scheller han arribado casi a la forma correcta del preguntar y, finalmente, Heidegger ha logrado ha­llar la fórmula correcta del preguntar por el hombre. El hombre, ha dicho Heidegger volviendo por los fueros del pensamiento anterior a Platón y Aristóteles, no se conoce por su figura sino por lo que hace. La esencia del hombre es actuar. De aquí que todas las definiciones que del hombre se den son cuasidefiniciones. Además definir al hombre es asesinarlo puesto que toda definición es estática y paralizadora. Definir es detener, limitar. El hombre es dinámico por esencia y no solo no se deja limitar, sino que se rebela ante el Intento mismo de Imitarlo.

El Interrogante por el hombre hay que plantear­lo pues desde el hombre mismo, desde su hacer. Hay que situarse en el obrar para saber lo que un hombre es y para comprender, para hacer carne de nuestra carne ese saber, hay que incrustarse en la médula de ese obrar, aceptar sus razones y sus sinrazones y, por encima de todo, amar. Esto fue lo que hizo Nikos Kazantzaki un griego de la estirpe de Sócrates. En todo gran pensador hay implícito un poeta y a la Inversa; en todo gran poe­ta hay Implícito un pensador profundo. Kazantza­ki es un gran poeta y, consecuentemente, un pen­sador de talla.

Nacido en Creta el18 de febrero de 1885 Kazantzaki era por tanto heredero directo de una de las culturas más ancianas y refinadas que brindaron sustento a la civilización de Occidente: la cultura minoica. Por sus venas corrió la sangre del rey Mi­nos, fue hermano de Ariadna. En su memoria vi­vieron las calles y los palacios de Cnosos y Fes­tos y seguramente recorrió muchas veces, al lado de Teseo, las Infinitas calles del Laberinto.

Cuando Kazantzaki nació Creta estaba bajo el dominio turco. Qué extraño destino persigue a los pueblos grandes 7 Toda raza gigante cuenta siem­pre con un sinnúmero de enemigos que desde dentro y desde fuera persiguen su perdición. Gre­cia tuvo a los persas, a los romanos y hasta hace poco a los turcos pendientes de su escaso y poco fértil territorio. Qué es lo que hace, repitamos la pregunta, que toda raza privilegiada Incite la codi­cia de sus vecinos 7 Existen motivos de orden po­lítico y económico pero estos no tienen la fuerza suficiente para justificar la ocupación violenta de un país, ni mucho menos, los desmanes que los ocupadores cometen. En fin, tales razones son tan numerosas y complejas que es difícil, si no im posible, determinar a ciencia cierta el por qué de la pregunta que nos ocupa.

Dice Aziz Izzet, su biógrafo, que a Kazantzaki, siendo muy niño aún, le tocó presenciar la gran in­surrección cretense contra los turcos (1885-1895) y las atrocidades cometidas por aquellos en la persona y los bienes de sus compatriotas. Estu­dió primeramente en Naxos y luego se doctoró en derecho en Atenas. Después de su doctorado fue a París y asistió a los cursos de Bergson quien ejerció sobre él una influencia profunda y dura­ble". (2) Posteriormente descubrió a Nietzsche.

Bergson y Nietzsche son pues el fundamento fi­losófico de la obra kazantzkiana., Nietzsche sobre todo. Bergson le enseñó el elan vital" , y sus con­secuencias y Nletzsche la ontología del super­hombre, que no es otro que el hombre en su coti­diano hacer, pero no un hacer cotidiano sin meta ni sentido, un hacer cotidiano rutinario y mecánico, sino el hacer cotidiano con la conciencia des­tinal de que en ese hacer está la esencia y la ra­zón de ser hombre. Y Kazantzaki, armado con es­tas armas, provisto con estas provisiones, Inicia el peregrinaje de sus obras como un nuevo argo­nauta para buscar y dibujar al hombre desde su hacer.

Pero vayamos a una de sus novelas e iniciemos con él este viaje maravilloso. Tomemos por ejemplo LIBERTAD O MUERTE, escrita con base en la sangrienta revolución contra los turcos que le tocara vivir en su primera infancia. El protagonis­ta es el Capetán Miguel, apodado por sus vecinos con el remoquete de “Capetán Jabalí”. Es un hom­bre corpulento y macizo, de barba negra y espesa, de cabellos abundantes y ensortijados, de mirada profunda. Un hombre de andar pesado, que no sonríe nunca porque ha votado no hacerlo hasta que la patria esté libre; apasionado y feroz, incon­tenible en sus arrebatos, implacable en sus odios y tenaz y terco en sus determinaciones. Este Capetán Miguel es hijo del capetán Sifakas, un viejo león de recias barbas blancas en uso de re­tiro forzoso, que se levanta fornido y altanero como un viejo patriarca bíblico, en medio de la manada de cachorros y leones maduros que cons­tituyen su familia.

El capetán Miguel es hermano de sangre de Nu­ri Bey hijo de un funcionario turco. Les une el pac­to de no herirse mutuamente sino descargar cada uno sus iras en la persona de sus compatriotas.

Todos los hijos del viejo Sifakas son fieras sal­vajes. Creta es su madre y les hiere saberla poseí­da por el turco. Manusakas, hermano mayor de MI­guel, se embriaga una tarde en su aldea y en me­dio de la borrachera entra a la mezquita cargado de un asno para que el animal haga su oración.

Este hecho exaspera a los turcos y Nuri Bey hace llamar a Miguel para pedirle que vaya a reconvenir a su hermano y a hacerle ver que en lo futuro debe evitar tales desmanes en pro de la conservación de la paz. Miguel atiende a regañadientes el lla­mado del Bey. El Bey le recibe en su estancia con todo el derroche de la cortesía oriental y hace pre­sentar sin velo a su esposa Emina, hermosa cir­casiana, para que les deleite con su canto. La cir­casiana logra turbar el corazón de Miguel, canta y mientras canta los dos hombres se odian cordial­mente. Ambos son fieras bravas y hermosas. Cuando termina la canción Miguel da un grito:

Basta! dice. Toma un vaso lleno de vino, introdu­ce en él dos de sus dedos, los separa luego y el vaso cae hecho trizas. La mujer queda deslumbra­da por la fuerza del griego e invita a su esposo a hacer otro tanto. El turco lo intenta sin lograrlo, y la mujer se ríe del turco pero éste logra dominar su rabia.

Miguel abandona el palacio del Bey herido por la belleza de la circasiana. Su orgullo de cretense le Impide desear algo turco, pero el deseo desco­noce el orgullo e Inicia entonces su combate para lograr satisfacción. Miguel se encierra en la bode­ga de su casa con cinco camaradas para perma­necer allí comiendo y bebiendo durante una se­mana como tenía por costumbre hacerlo una vez al año. Más ahora no logra emborracharse y, transcurridos tres días, abandona la despensa. Estalla la rebelión y Miguel se retira a la Montaña. Una noche recibe el mensaje de que Emina ha sido raptada, toma algunos de sus hombres y mar­cha a libertarla.

Después de liberarla Miguel la deja bajo el cui­dado de una tía suya. Cuando vuelve al frente en­cuentra que durante su ausencia ha sufrido un grave revés. Lleno de remordimiento y de odio re­gresa una noche donde Emina y mientras ésta duerme la posee lujuriosamente con su puñal. Así ya nada se Interpondrá entonces entre él y Creta. Creta es su amante apasionada, su gran amante, por ella muere con un puñado de valientes. Este es, someramente, un hombre de Kazantzaki, el Ca­petán Miguel personaje central de “Libertad o Muerte”. A su lado se mueven otros tantos perso­najes tan bien definidos como este.

Para relievar más los personajes, el hombre ka­zantzakiano, comparémoslo con los personajes, con el hombre de otro novelista grande de nues­tros días: Jean Paul Sartre que para mi es el antí­poda de Kazantzaki. Tomemos por ejemplo a Ma­teo Delerue que recorre “Los caminos de la liber­tad”. Mateo Delerue es un burgués corriente que va a la guerra, no porque quiera, no por defender nada ni por conquistar nada sino porque lo empujan. Vive pensando, cada paso que da suscita en él nuevas consideraciones. Todo lo mide y sin embargo no mide nada. Parece proyectar su hacer pero a la larga resulta librado al acaso. El capetán Miguel en cambio, es poco lo que piensa, se lanza sin reflexionar pero vive lo que hace y lo vive inten­samente. Su hacer está determinado en última instancia por un hado, pero no un hado indefini­do sino un hado que él contribuyó a definir en bue­na parte.

En «La muerte en el alma» último volumen de «Los caminos de la libertad», Mateo Delerue, sol dado por accidente, entra con un pelotón de sol­dados en una aldea semidestruída. AIlí sus com­pañeros encontraron vino, lo vaciaron en grandes cubos y empezaron a beber. Es una escena nau­seabunda. Los soldados, cada vez más ebrios, terminan por meter sus cuerpo y hacer sus necesidades dentro de los cubos que contienen el vi­no. Mateo entra para llevarse a un compañero, los demás le Incitan para que también se embriague y escape así a la realidad negra que los abatirá lue­go, Mateo accede al fin pero por más que bebe no logra embriagarse. ¿Qué ocurre? Que las ideas no se emborrachan. La borrachera de los soldados de Sartre es una borrachera animal, degradante y no puede mencionarse a la vez que la comilona augusta de la familia de Sifakas durante el matrimonio de uno de sus hijos. Es que ésta es una co­milona de hombres provistos de las mandíbulas necesarias para devorar un cordero tras otro y va­ciar odres y odres de vino añejo y no meras ideas, fantasmas de conductas paridas sin el concurso del amor.

Creo para mí que la ventaja que como novelista tiene Kazantzaki sobre Sartre es que Kazantzaki deja que sus personajes sean ellos mismos, es de­cir, concibe al hombre desde el hombre, le deja de­cir lo que piensa, hacer lo que quiere. En cambio Sartre concibe los personajes desde él mismo, desde sus ideas; no les deja decir quiénes son, ni qué hacen sino que los obliga a decir lo que él quiere que digan, los esclaviza y los fuerza.

En “La náusea” Sartre esboza un curioso perso­naje nombrado el “autodidacto”. El autodidacto es un hombre de esos que se han hecho solos, a base de lecturas; es un ratón de biblioteca que ha empeñado su vida en leer. Siguiendo «el orden al­fabético», la biblioteca pública de su pueblo. Un hombre con alma de papel y sangre de tinta para imprenta. Ningún proyecto, ninguna meta se divi­sa a ultranza, de sus lecturas, lee por leer; toma la cultura y la erudición como un sucedáneo del alcohol o los estupefacientes. Este es un tipo de “intelectual” sartriano. En “Libertad o muerte” Kazantzaki nos da también su tipo trágico-cómico de Intelectual: el seor Idomeno. Idomeno no es de los que se han hecho solos, fue a la Universidad. Una vez concluidos sus estudios regresa a Candia y se encierra en su casa de devorar libros y más libros. A primera vista parece que el seor Idomeno no tiene ningún propósito determinado que justifique su saber, pero no es así. El seor Idomeno lee y se culturiza por amor a Creta, su erudición se vierte en las numerosas cartas que escribe a las grandes potencias: Rusia, Inglaterra, Estados Unidos, Francia, solicitando su intervención para obtener la libertad de Creta; escribiendo una de estas cartas le sorprende la muerte.

El hombre Kazantzakiano es un hombre de carne y hueso que quiere y hace lo que quiere. No está obligado a decir nada, no tiene que transmitir ningún mensaje, Kazantzaki tiene un solo derrotero: buscar quién es el hombre y comunicar de la mejor manera sus hallazgos y a la vez que avanza más en su proyecto y el hombre se le muestra más definido, va elaborando un ritual, un código de ceremo­nias necesario para el trato de esa extraña criatu­ra que se va perfilando ante sus ojos.

Busca al hombre primero en las grandes religio­nes y después en los sistemas sociales y políticos. La búsqueda de Kazantzaki no es una búsqueda superficial, ligera sino una búsqueda profunda y pausada. Comienza por el cristianismo, se sumerge sin escafandra en el océano de los Testamentos y para que nada le turbe ni le distraiga se encierra varios anos en un monasterio del monte Athos. Después de haber explorado las más profundas honduras de la palabra de Cristo encuentra que el Cristo que le dieron los popes era un Cristo falsificado; que la doctrina predicada por las teologías y las iglesias era una doctrina arreglada con miras a objetivos no del todo cristianos y entonces nos muestra el Cristo que él encontró en “La última tentación” y el cristiano, la realización del hombre evangélico en “Cristo de nuevo crucificado”.

El Cristo que Kazantzaki nos da en “La última tentación” no es el Cristo nuestro de todos los días, el Dios hecho hombre consciente de su misión. El Dios que se “rebaja” a ser hombre pero que se sabe el Hijo del Padre revestido de carne para enseñar a los hombres el camino de Dios y redimirlos con su sangre de la esclavitud del pecado. No es el Cristo alambicado, de cabellera larga y ondulada, de mirada oblicua y rostro arreglado con los más secretos logros de la cosmética. No es el hermoso nazareno vestido de blanco impecable con la túnica y el manto llevados a la última moda de la juventud romana de entonces. No. El Cristo Kazantzakiano es primero que todo un hombre tan inocente de su futuro y de su misión como el más humilde hijo de vecina. Es un hombre joven, de rostro hermoso sí, pero con her­mosura de selva inculta, sin afeites ni compostu­ras. El Cristo de Kazantzaki no es tampoco ese li­cor meloso, destilado en los alambiques de los monasterios y que los religiosos sirven a sus no­vicios para reconfortarlos y sostenerlos en la lu­cha contra el mal... No es ese espectro de fortale­za respetado por la horda de las pasiones bajas que se propone como la quintaesencia de la casti­dad y toda esa secuela de fantasmagorías que algunos han dado en llamar virtudes. Cristo para Kazantzaki es un hombre tentado como cualquier hombre y armado con las mismas armas para combatir la tentación. Su Cristo no devuelve la tentación apenas la ve venir a lo lejos, ni sale co­rriendo de huída sino que la espera, la siente, la palpa, la acaricia entre sus manos y luego la separa de si desgarrándose el alma y las entra­ñas.

Cristo para Kazantzaki no es el hijo muy queri­do mimado del padre que vive asomado a las ventanas del cielo haciéndole guiños y enviándole ángeles con pruebas de amor. Es el atormentado por el Padre, el violentado por el Padre que le golpea y fustiga. No es el hijo del Padre sino el enemigo que quiere apropiarse de sus privilegios, que quie­re darle muerte para adueñarse de su casa y de sus campos.

El Cristo de Kazantzaki no es un Dios disfrazado de hombre. Es un hombre que quiere ser Dios y no lo sabe con certeza hasta el último momento. Lo que postra al hombre, lo que lo rebaja, lo que lo hace indigno no son los vicios ni las pasiones desbordadas. Es la Ignorancia de su divinidad, el no saberse un dios. La última tentación que el Cristo de Kazantzaki sufre en el mo­mento culminante de la cruz es la duda de su ser Dios. Cuando ya había recorrido todo el camino, cuando ya había copado el tiempo preciso para ser inmortal, para ser Dios, todo se le cierra. Va a Magdalena y a Marta y María las de 8etania y se acuesta con ellas para hacerles hijos como cualquier fulano. Hace muchos hijos, consigue canas y arrugas y, cuando ya está a punto de conven­cerse de que eso es todo, se despierta desnudo, poseyendo solo una cruz adusta sobre el lecho inmenso de un cielo gris y amenazante. En el dolor de sus heridas comprueba que todo era un sueño, que no ha capitulado, que en verdad si es Dios y haciendo acoplo de sus últimas fuerzas, grita pro· fundamente que todo está consumado y se duer­me en el único sueño que no conduce a ningún despertar.

El cristiano de Kazantzaki aparece de cuerpo entero en “Cristo de nuevo crucificado” su obra más conocida, y se llama Manolios. Manoliios es un joven pastor de unos 17 anos escogido por el pope y los notables de la aldea de Lcovrisi para hacer de Cristo en la representación de la Pasión durante la semana santa del año próximo. Hasta ese día Manolios llevaba una existencia tranquila entregada al pastoreo y al cortejo de Lenio, hija bastarda de su patrón que le habla sido prometi­da en matrimonio. Pero después de la elección su vida sufre un mutis radical. En compañía de Mi­chelis, Kostandis y Yanakos que le secundarían como apóstoles, Manolios se consagra a la lec­tura del evangelio. La figura de Cristo va tomando cuerpo en él, renuncia a Lenio quien acaba por ca­sarse con su compañero Nikolio pastor de 15 años, al empleo, a todo.

Intempestivamente llegan a Licovrisi unos grie­gos fugitivos de los turcos conducidos por un po­pe enjuto llamado Fotis. El pope de Licovrisi, celo­so de que el otro pope mengue sus entradas, se opone con toda la fuerza de su astucia y los ham­brientos perseguidos tienen que refugiarse enton­ces en una montaña próxima. Manolios se pone de parte del pope advenedizo porque había com­prendido ya que Cristo está de parte de los adve­nedizos, de los pobres, de los rechazados. Su ejemplo mueve a Michelis, heredero único del pri­mero y más rico notable de la aldea y éste dona a los refugiados de la montaña Sarakina las pose­siones que su padre le dejara al morir. El pope Gri­goris de al aldea de Licovrisl se opone rotunda· mente y consigue que Michelis sea declarado lo­co y por tanto, la anulación de su regalo. El pope Fotis, Manolios y sus compañeros acuerdan pose­sionarse de los campos por la fuerza. Hay un re· ñido combate en el que pierde la vida el maestro, hermano del pope Grigorls. Por esto y por lo que antes había hecho, Manolios es tildado de bolche­vique y excomulgado públicamente. La toma de posesión de los campos de Michelis acabó por colmar la medida y el pope Grigoris decidió que Manolios debla morir. Sus feligreses lo secunda­ron y al fin le dieron muerte en la iglesia cerrada durante la conmemoración de la Navidad.

Para Kazantzaki, cristiano es solamente quien se hace uno con Cristo, quien se vuelve otro Cristo. No acepta los cristianos fabricados en serle con arreglo de un patrón determinado por intér­pretes oficiales que se adueñan del privilegio de conocer y poseer la verdadera doctrina y se jactan de que solo su Cristo es bueno, el auténtico. Cristiano es el que busca a Cristo sin ayudas y lo encuentra, se lo apropia y empieza a hacerse como él.

Cristo ha sido monopolizado por grupos que lo han vestido según sus caprichos y convenien cias. Kazantzaki no acepta esto y se rebela como Manolios. Manolios desenmascara el Cristo del pope Grigoris y muestra en su persona la verda­dera efigie. Por eso muere. Por eso Cristo es cada instante de nuevo crucificado entre quienes lo co­nocen pero no le aceptan como es, sino como ellos quieren que sea.

Kazantzaki regresa del cristianismo con un Cristo y un cristianismo nuevos; con lo más huma­no del cristianismo, con un cristianismo desbrozado de malezas teológicas e interpretaciones acomodaticias. Pero no se queda allí; del cristia­nismo parte hacia el budismo, se siente fuertemente atraído por la quietud y la paz extática que emana del rostro de Gautama, e inicia entonces su peregrinación al nirvana prometedor. De su inmersión en Buda nació, “EI jardín de las rocas” que son una especie de “alimentos terrestres” en cuanto al estilo y al propósito, más en cuanto a contenido, de una profundidad y un poder nutriti­vos que dejan los alimentos gidianos como sim­ples bocadillos de sabor delicado EI jardín de las rocas contiene la desilusión de Kazantzaki por el aséptico nirvana búdico y las mutilaciones exigi­das para la práctica del Tao.

Apenas llegado de Buda, que no obstante ha­berlo desilusionado, le enseñó muchas y muy valiosas enseñanzas, Kazantzaki arregla sus bártulos y parte con “Toda Raba” hacia el ponde­rado paraíso soviético, meta señera de las espe­ranzas proletarias del mundo. Moscú le enseñó su frío y sus fracasos continuados y le arrojó de nuevo a su Itaca con la experiencia enriquecida por otras vivencias.

De la fusión de las experiencias adquiridas a todo lo largo, lo ancho y lo profundo de sus viajes surge su obra grande “Vida y hechos de Alexis Sorba” o simplemente “Alexis el griego”. (Esta no es la última novela de Kazantzaki como se puede deducir de este ensayo, por el contrario, es su pri­mera novela, la que abre la marcha de sus otras producciones geniales en este género. “Alexis el griego” fue escrita en 1943, después de la “Odi­sea”, inmenso poema en 33.000 versos (1934). “Ascesis”, “El jardín de las rocas” y “Toda Raba” (1929). Lo hemos hecho así por el propósito que nos llevó a borronear estas cuartillas. (3)

Alexis Sorba es el ideal del hombre Kazantza­kiano. Difícil sería y por demás inútil tratar de re­sumir en una cuantas líneas la perso­nalidad épica de Sorba. Es preciso ir a la novela de Ka­zantzaki y ponerse en contacto con el obrar de este hombre gigantesco para obtener la imagen adecuada de su humanidad.

No obstante, tratemos de precisar quién es el hombre para Kazantzaki en la persona de Alexis Sorba. Sorba es un hombre de unos 50 años, alto, de músculos endurecidos, erguido con la majes­tad y la fuerza de un roble añoso, el rostro bello marcado por las caricias del tiempo; la frente alta; los labios carnosos, dibujados en un rictus de sensualidad atrevida. Sabe leer, escribir, tañer el santuri y cantar. Además, “sabe hacer de todo”; ninguno de los trabajos que los hombres realizan le es extraño o desconocido. Apenas sí ha leído un libro en su vida y su saber es tan vasto y tan profundo como el del más empedernido coleccionador de “saberes” impresos. Sorba es un hombre que vive intensamente y se entrega por entero a todo lo que hace así sea el amor o una sopa de pescado. No teme a nada ni espera nada; ha ido deshaciéndose de todos sus amores particulares arribar a un amor universal, totalitario. En mujer no ve la vejez, ni la gordura, ni la juventud, ni la belleza. Ve a la mujer con todas sus cualidades y defectos, con toda su necesidad y con toda su hambre que reclama ser satisfecha. A cada instante todo se renueva a sus ojos; nace con el sol todas las mañanas, y como si lo viera todo por primera vez, se entrega a la tarea de nombrarlo estremecido de asombro; nada queda sin admirar: desde la brizna de hierba aderezada con su perla de rocío hasta las constelaciones y los planetas Todos los seres responden presente! A los llamados de su pupila.

Sorba es la síntesis de todos los personajes de la obra kazantzakiana. En él está Manolios, el que debe morir; Miguel, el capetán jabalí, de “Liber­tad o muerte”; Cristo; Francisco de Asís; Buda; Ulises. De aquí la riqueza insospechable de este personaje extraordinario. Sorba no es solo cuer­po, o solo alma, o solo espíritu. Con él queda anu­lada la definición aristotélica del animal racional y la cartesiana de cosa pensante. Con él vuelve a tomar cuerpo la visión de Sófocles citada atrás. Con Sorba el hombre deja de estar repartido entre Don Quijote y Sancho. Deja en fin de ser un som­brío universal para convertirse en carne y sangre y deseos y dolores y placeres.

Hemos acompañado a Kazantzaki en su viaje al cristianismo, al budismo y al comunismo y le he­mos visto regresar escondiendo algo tras su es­palda. Ese algo era Sorba; era el hombre liberado, el hombre sin cadenas. Kazantzaki no es pues ni cristiano, ni budista, ni taoísta, ni comunista. Es Alexis Sorba, humano con la divinidad que entraña la humanidad auténtica y consciente.

Las constantes invectivas de Kazantzaki contra los letrados y los eruditos no significan desprecio ni odio. El mismo era un hombre de letras. Lo que Kazantzaki censura no son las letras y la cultura lo que él pretende destruir con su crítica es la alie- nación de la cultura. Cuando la cultura y las letras se hacen por ellas mismas, sin obedecer a un pro­pósito determinado, a un proyecto de auténtico quehacer humano, se convierten entonces en alie­nación, en enajenación oscurecedora y asesina. Kazantzaki lucha contra todo lo que enajena al hombre, contra todo lo que lo distrae de su cura, contra todo lo que le despreocupa de la respon­sabilidad de su ser.

Un compatriota suyo de la Grecia clásica, Esquilo, escribió en su Prometeo encadenado “Prometeo: Por mi han dejado los mortales de mirar con terror a la muerte. Coro: y qué remedio hallaste contra ese mal. Prometeo: Hice habitar entre ellos ciegas es­peranza”. (4)

La esperanza ciega en algo extrahumano, hace que el hombre se distraiga de su ser, que ponga la vista para su salvación en algo que no es su que­hacer. Por eso Kazantzaki, como un nuevo Teseo, se abalanza contra ese minotauro temible blan­diendo como espada el grito de “muera la espe­ranza”. El hombre está solo y desnudo para res­ponder de si y del universo que le rodea. No debe permitir que nada le cubra, que nInguna compañía le distraiga de su tarea. Camina de frente hacia un precipicio y nada debe Interponerse entre él y su destino porque “si el hombre no llega al borde del precipicio, no le crecerán alas en los hombros”. (5).

Hemos titulado este ensayo Nikos Kazantzaki un sacerdote del hombre y ya para concluirlo nos damos cuenta de que no hemos dado razón del título. Han transcurrido veinte siglos de cultura, y no hacemos cuenta de la cultura anterior a Cristo, y el hombre continúa siendo un desconocido para el hombre. Los últimos esfuerzos del pensamien­to solo han llegado a determinar, como ya lo ano­tamos antes, la forma correcta del preguntar por él. y de allí, de profundizar cada vez más en la pre­gunta, no pasaremos. Porque cuando definamos al hombre, cuando lo hagamos encajar dentro de las líneas de un postulado lógico, habremos dado mate al arte, a la filosofía y a la ciencia. Cuando digamos quién es el hombre y nos detengamos en ese decir, será el fin del mundo que gira en torno del misterio del hambre.

Para Kazantzaki el hombre no es ni Dios ni De­monio. Es Dios y es Demonio a la vez! Es esa totalidad de carne, alma y espíritu que existiendo hace existir cuanto le rodea, “es una frontera; en el acaba la tierra y comienza el cielo”. Es aquel que “si tiene tiempo, puede trabajar el barro de que está hecho y convertirlo en espíritu”. (6), (7). Kazantzaki “hace de la humanidad un misticis­mo humano” y en la religión del hombre que profe- sa y defiende con tesón Nietzsche es el nuevo pro­feta, Bergson, Husserl y Heidegger son los teólo­gos, Whitman es el cantor Inmarcesible y él, Nikos Kazantzaki el más consagrado sacerdote.

En la novela de Kazantzaki no hay derroche de nuevas técnicas, se ciñe a la estructura más sencilla y hermosa que admite el género. Nada de complicadas armazones levantadas con toda la sutileza y las argucias de la ingeniería literaria como en un Robbe-Grlllet. No pretende probar nada, no usa sus personajes como vehículo de propagación de sistemas o de ideas futuristas co­mo en el caso de Sartre y de Huxley, novelista éste último que bien puede llamarse el Julio Verne para los niños de cuarenta anos.

Su estilo, su dicción poética, son de un encanto y una belleza arrobadores. Sus obras contienen luz y paisaje. En Kazantzaki el paisaje no es una cosa aislada y estática, hay una adecuación per­fecta entre éste y los personajes que lo viven. Mas no por ello se crea que es una especie de impre­sionismo. No. El paisaje entra y se ama con el al­ma del hombre y sale humanizado, se contagia de su estado de ánimo como ocurre en el “Fedro” donde Platón hace que el paisaje viva las profun­das emociones del diálogo sobre la belleza.

Hay en las novelas de Kazantzaki escenas de una ternura y una delicadeza conmovedoras. Pero no es ninguna ternura de salón alambicada y per­fumada hasta el exceso. Son una ternura y una de­licadeza selváticas como la de una pantera con sus cachorros. Sírvanos de ejemplo ésta tomada de “Libertad o muerte” El viejo Sifakas concibe una idea; él que nunca había tomado una pluma, resuelve, ya en la cima de sus cien años, aprender el alfabeto. Llama a su nieto Thrasaki hijo del capetán Miguel para que le enseñe. Sentados los dos en el patio de la casa campestre a la sombra de un olivo anciano se esfuerzan, el abuelo por do­mar su mano acostumbrada a la azada que rompe un plumero tras otro y el nieto en resistir a la ten­tación de los collados y los setos. Una tarde el abuelo transportado de gozo llama al nieto para enseñarle el burdo alfabeto que han logrado dibu­jar sus dedos torpes y después, armados de pin­tura roja y brochas, salen a escribir sobre las puer­tas blancas de las casas aldeanas la idea que roía las entrañas del viejo Sifakas: LIBERTAD O MUERTE.

Quizás no se encuentre otro novelista en quien se conjuguen tan bien la densidad y profundidad con la claridad y la sencillez. Después de setenta y dos años de lucha ininte­rrumpida Kazantzaki se durmió en su apartamen­to del hospital Foret Noire de París el sábado vein­tiséis de octubre de 1957. Y digo que Kazantzaki se durmió y no que murió porque Kazantzaki no ha muerto ni morirá mientras quede sobre la tierra quien escuche sus palabras. En él se cumplió esa hermosa y profunda sentencia suya esculpida en “La última tentación”: .solo mueren los que no han tenido tiempo suficiente para ser Inmortales». ¡Él lo tuvo y verdad que lo empleó bien!

NOTAS

1.Sófocles, “Antífona”. Citado por Martín Hei­degger en “Introducción a la metafísica”. Trad. Emilio Estiu. Ed. Nova, Bs. Aires 1959. pg.186.

2.Izzet Azis, “Kazantzaki un pleine lumiere”, “Les Nouvelles Litteraires”, París 3 mai 1965, pg.6.

3.Confer; Azis Izzet opus clt.

4.Esquilo, “Prometeo encadenado”, Trad. Fer­nando Salvatierra. Ed. Ateneo Bs. Aires. 1957. pg. 46.

5.Kazantzaki Nikos, “La última tentación” Trad. Roberto Bixio, Ed. Sur Bs. Aires 1960. pg.45.

6.Kazantzaki Nikos, Opus cit, pg. 309

7.Kazantzaki Nikos, Opus cit. pg. 263

8.Fernando Gutiérrez, Prólogo a las “Obras se­lectas” de Nikos Kazantzaki. Vol. 1 Ed. Pla­neta. Barcelona 1960. pg. 29