17/3/08

Erótica

Poco o nada sabía de lo que los curas llamaban pecados de la carne. Todo en su mente eran fabulaciones edificadas sobre retazos de conversaciones que escuchara aquí y allá de algunos adultos descuidados. O de los relatos fantasiosos cargados a veces de malicia e inocente procacidad de los muchachos de la escuela matriculados en cursos superiores. O de las imágenes entrevistas, miradas de soslayo y a hurtadillas en revistas. Pero nada concreto. Las urgencias de la libido recién despierta habían sido acalladas a fuerza de roces contra el colchón y al calor de fantasmas eróticos que no tenían forma precisa. No conocía aún otro cuerpo desnudo distinto del suyo. Lo había observado meticulosamente, palmo a palmo y registrado con sumo cuidado las modificaciones que empezaron a aparecer cuando cumplió los trece años. Esto lo hacía cuando tomaba el baño y muchas veces tiritando de frío por el agua helada que dejaba correr para alejar las sospechas de los suyos por la prolongada permanencia encerrado en la ducha. Eran ya sus quince años. Estaba en aquella casa porque sus familias eran amigas y porque ayudaba con los oficios para ganar con qué pagarse la ropa y mantener uno que otro centavo en el bolsillo. La familia estaba compuesta por el señor, un hombre alto y corpulento; la señora bajita y un tanto gorda, cuarentona ya pero de rostro agraciado y mucha simpatía –y tres muchachos entre los doce y los tres años. Una tarde estaban solos la señora y él. Los niños en la escuela, el marido en el trabajo. No supo por qué razón ni cómo aterrizaron en el tema, pero lo cierto es que resultó diciendo que él sabía dar besos como los artistas de cine en las películas. Y ella le dijo que le enseñara. Él muerto de susto le dijo que sí e intentó de inmediato lo que había visto muchas veces en la pantalla. Ese fue el comienzo. Luego ella quiso saber qué tenía e introdujo las manos en sus bolsillos y acarició su sexo intocado hasta entonces y sintió el fuego de unos labios febricitantes sobre la piel del cuello. Otro día que avanzó más en sus pesquisas le llevó tras una puerta y, con mano maestra abrió la bragueta del pantalón y trajo a la luz su masculinidad enhiesta. Luego se agachó para observarla mejor y depositó sobre ella un beso fervoroso. Una noche, después de muchas mañanas y muchas tardes de asedio, ella llegó hasta el cuarto de los niños, arrimó al lecho del mayor con quien el muchacho dormía, lo despertó y le hizo señas para que le siguiera en sigilo hasta la alcoba del matrimonio. El marido tenía turno de trabajo y sólo llegaría en la madrugada. No le dio tiempo a ponerse el pantalón y tuvo que levantarse en calzoncillos. Hizo que se tendiera en el lecho y terminó de desnudarlo como obedeciendo a un propósito largamente meditado; en forma parsimoniosa, se dio a la tarea de acariciarle con las manos todo el cuerpo, demorándose en cada trecho como si quisiera palpar milímetro a milímetro cada centímetro cuadrado de su piel. La excitación crecía a cada instante e inflamaba todo su cuerpo hasta la raíz del cabello. En forma intermitente se le ponía la piel de gallina como si el frío le entrara a raudales a través de las infinitas ventanas de sus poros abiertos. Por momentos los transportes de placer eran tan intensos que llegaban hasta el extremo del dolor. Sus sentidos caminaban extraviados por un sendero erizado de sensaciones cuyo término desconocía. De pronto ella suspendió las caricias y llevó una mano del muchacho para palparse los senos por encima del camisón. Luego y como poseída por un frenesí incontenible la mujer se despojó de la ropa de dormir y presionó su cuerpo desnudo contra la piel tierna del adolescente. El muchacho ignorante raso en las lides amorosas, no sabía cómo responder y entre confundido y mohíno le dejaba toda la iniciativa. La exitación y el susto mantenían alerta su carne que en teoría tal vez supiera como proceder, pero en la práctica era presa de una confusión paralizante. Sobrevino una estación de calma que se prolongó por unos segundos, suficientes para que la mujer tomara en cuenta la impericia de su iniciado amante y asumiese un procedimiento adecuado a la circunstancia. Se tumbó de espaldas y atrajo a su regazo el cuerpo del muchacho que se dejó llevar sumiso y flexible. Tomó luego con sus manos el sexo inexperto pero pletórico de entusiasmo para llevarlo hasta la puerta abierta de su entraña y al punto se le deshizo entre los dedos como un pedazo de hielo. Afanosa y angustiada por los dos, redobló las caricias y con palabras dulces procuró volver la tranquilidad y la potencia de su joven amante y, cuando ya estaba por conseguirlo, sintió la llave girar en la cerradura del portón. Presurosa, movida más por el temor y la angustia que por la razón, se levantó, vistió el camisón y con una fuerza que no supo de donde le venía, tomó al muchacho en brazos y lo condujo al cuarto de los niños. Caminando rápido en puntillas volvió a su lecho y se metió entre las sábanas a esperar que el esposo que se desnudara con parsimonia y sacara de su entraña el fantasma de su frustración.