Por José Chalarca
Pasarán muchos años antes de poder explicarnos en qué momento se perdió en Colombia la noción del valor de la vida humana. A qué hora permitimos que el dinero y el poder que con él se consigue, se convirtieran en el único valor posible y apetecible de cualquier acto volitivo de la condición humana. En la razón única y absoluta de la existencia.
Y cuándo, también, se consolidó esa mezcla de los postulados del capitalismo calvinista que preconiza el origen divino del dinero y la riqueza, y cómo los ricos son los elegidos de Dios y los únicos que tendrán acceso a la salvación eterna, con el cristianismo criollo de cuño antioqueño en el que según su tradición matriarcal es más importante la Virgen María que el mismo Dios Padre.
Estos son apenas dos de los muchos planteamientos que puede formularse el espectador juicioso al terminar la lectura de la novela más reciente del escritor Fernando Vallejo: La Virgen de los sicarios, publicada por el sello Alfaguara.
Esta novela puede inscribirse en la misma trayectoria iniciada con "Los días azules", continuada con "El fuego secreto", "Los caminos de Roma" y aparentemente concluida con "Años de indulgencia". La Virgen de los sicarios está compuesta en el mismo tono, con parejo humor negro. En ella Vallejo aparece armado de filoso escalpelo para cortar la piel y los tejidos que le permitan dejar en la más desnuda desnudez la realidad de una región, de unas gentes que ama y amará a pesar de lo que sea: "Había en las afueras de Medellín un pueblo silencioso y apacible que se llamaba Sabaneta. Bien que lo conocí porque allí cerca, a un lado de la carretera que venía de Envigado, otro pueblo, a mitad de camino entre los dos pueblos, en la finca Santa Anita, es el fin del mundo. Más allá no había nada, ahí el mundo empezaba a bajar, a redondearse, a dar la vuelta... ".
Ese amor que le inspira el tono idílico para decir el territorio de su infancia, le mueve igualmente para vapulear sin misericordia y sin concesiones los vicios ancestrales de su raza: "Almorzamos sancocho, que es lo que se come aquí. Y para abrir más el apetito, cada quién una Pilsen, y no es propaganda, porque son muy malas, es la pura verdad. Una cerveza Pilsen nos tomamos y yo pedí para el sancocho un limón. A todo le pongo y nos trae, señorita, unas servilletas, caramba, ¿o con qué nos vamos a limpiar? Esta raza es tan mezquina, tan mala, que aquí las servilletas de papel las cortan en ocho para economizar: ponen a los empleados cuando no hay clientes a cortarlas: paque trabajen, (los hijueputas). Así es aquí".
El asunto de la novela de Vallejo para seguirle el juego a los viejos preceptistas- es la aventura de un sicario, y, por extensión, una vista panorámica del sicariato.
Todo el mundo sabe qué o quien es un sicario. Por eso el novelista no entra en mayores detalles definitorios; además, para perfilarlo está toda la novela.
Para empezar, un sicario es alguien que se llama Tayson o Faber o Romel o Wilfer o Yaeison, y la lista es corta. Al autor se le se le escapa el de alguien que le presentaron a quien escribe estas notas “para trabajar en cualquier cosa", sujeto hasta de buena apariencia, pero que cualquiera que haya aprobado el inglés de segundo de bachillerato -de séptimo para ser actuales- no le encomendaría ni la tenida de un poste apenas soltaba su nombre: Killer Montoya. O este otro con ínfulas de Ministro de Comercio Exterior que ansiaba trabajar en la "apertura económica" y se llamaba nada menos que Rayban Jaramillo.
¿Por qué ese descuido onomástico?, ¿por qué darle a la gente un nominativo que tiene connotación de cosa? Finjamos de lógicos: tal vez porque si la vida vale menos que cualquier cosa, la preocupación por el nombre de quien la porta es inútil, no tiene la más mínima importancia.
Un sicario es también alguien que responde a la siguiente descripción de despojo de indumentaria: "Le quité la camisa, se quitó los zapatos, le quité los pantalones, se quitó las medias y la trusa y quedó desnudo con tres escapularios, que son los que llevan los sicarios: uno en el cuello, otro en el antebrazo, otro en el tobillo y son para que les den el negocio, para que no les falle la puntería y para que les paguen... ".
La relación protagonista-narrador, un muchacho de nombre Alexis, se inicia con un encuentro de alcoba y concluye con su muerte abaleado.
Frase tras frase, página tras página, Vallejo va dibujando con mano maestra, mejor, cincelando, la imagen escultórica de Alexis, su sicología. Y con sus ojos nos muestra el ambiente, la circunstancia, el entorno donde han transcurrido diez y seis o diez y siete años de su vida y en donde sucede la acción de la novela.
El mundo de Alexis lo habitan la radio -sintonizada siempre en emisoras que transmiten rock, heavy o metal-, la televisión y la necesidad permanente de defenderse de los enemigos. Pero lo que ese mundo contiene no lo llena: "El vacío de la vida de Alexis, más incolmable que el mío, no lo llena un recolector de basura. Por no dejar y hacer algo, tras la casetera le compré un televisor con antena parabólica que agarra todas las estaciones de esta tierra y las galaxias. Se pasa ahora el día entero mi muchachito ante el televisor cambiando de canal cada minuto y girando, girando la antena parabólica al son de su capricho y de la rosa de los vientos a ver qué agarra para dejarlo ir. Sólo se detiene en los dibujos animados. ¡Plas! Caía un gato malo sobre otro y lo aplastaba: lo dejaba como una hojita finita de papel que entra suave por el rodillo de esta máquina. Sin saber ni inglés ni francés ni japonés ni nada sólo comprende el lenguaje universal del golpe. Eso hace parte de su pureza intocada. Lo demás es palabrería hueca zumbando en la cabeza. No habla español, habla en argot o jerga. En la jerga de las comunas o argot comunero que está formado en esencia de un viejo fondo del idioma local de Antioquia, que fue el que hablé yo cuando vivo (Cristo El Arameo), más una que otra supervivencia del malevo antiguo del barrio Guayaquil, ya demolido, que hablaron sus cuchilleros, ya muertos; y en fin, de una serie de vocablos y giros nuevos, feos, para designar ciertos conceptos viejos: matar, morir, el muerto, el revólver, la policía ... Un ejemplo, 'Entonces qué parece, vientos o maletas. ¿qué dijo? Dijo hola hijo de puta', es un saludo de rufianes.
La aventura de Alexis relatada por el narrador es una aventura sin aventura o la esencia misma de la aventura: mantenerse vivo en un medio en que el estado natural, o por lo menos el más corriente, es estar muerto. Por eso cuando Alexis camina por la calle a la vera de su protector, bueno, del que le da la plata y lo que necesita, las balas van y las balas vienen. Y como la gran mayoría de los de su categoría, pasa sucesivamente de asesino a simple matador.
El matar se convierte con el tiempo y con la práctica en pura mecánica. Se mata porque alguien miró de un modo tal que al mirado no le gustó; porque otro llevaba el radio en una emisora que al matador no quería oír, porque no tenía volumen suficiente o para eliminar un mugre depositado en el cañón del revólver.
Y Alexis muere como tenía que morir: de un balazo que le disparó el hermano de alguien que había sido su víctima. Su protector-amante al término de una decena de días de luto, de un sufrimiento del que parecía inconsolable, se va con otro muchacho que le sonrió como si fuera un tipo conocido y quien resulta ser el victimario de Alexis.
La Virgen de los sicarios se lee de un tirón. Una vez que el lector pasa la primera página no se puede interrumpir la lectura. Vallejo despliega en ella un estilo envolvente en el que las imágenes se suceden, más bien, se atropellan con la técnica cinematográfica del corte directo.
Nada sobra ni nada falta para crear el clima de tensión creciente que se intensifica, párrafo tras párrafo, hasta producir un clímax que no termina con la última frase sino que le deja a uno el alma encalambrada.
Creo que Vallejo ha conseguido con La Virgen de los sicarios una obra maestra sobre la violencia urbana, además de un documento de incuestionable valor, no solo sobre el fenómeno del sicariato, sino sobre ese otro que parece ser su correlato, el de las "milicias populares", tan tenebroso y aberrante como el que dicen combatir, porque no son otra cosa que sicarios al servicio del "orden".