17/3/08

La virgen de los sicarios



Por José Chalarca
Pasarán muchos años antes de po­der explicarnos en qué momento se perdió en Colombia la noción del valor de la vida humana. A qué hora permitimos que el dinero y el poder que con él se consigue, se convirtieran en el único valor posi­ble y apetecible de cualquier acto volitivo de la condición humana. En la razón única y absoluta de la existencia.
Y cuándo, también, se consolidó esa mezcla de los postulados del capitalismo calvinista que preconi­za el origen divino del dinero y la riqueza, y cómo los ricos son los elegidos de Dios y los únicos que tendrán acceso a la salvación eter­na, con el cristianismo criollo de cuño antioqueño en el que según su tradición matriarcal es más im­portante la Virgen María que el mismo Dios Padre.
Estos son apenas dos de los mu­chos planteamientos que puede formularse el espectador juicioso al terminar la lectura de la novela más reciente del escritor Fernando Vallejo: La Virgen de los sicarios, publicada por el sello Alfaguara.
Esta novela puede inscribirse en la misma trayectoria iniciada con "Los días azules", continuada con "El fuego secreto", "Los caminos de Roma" y aparentemente con­cluida con "Años de indulgencia". La Virgen de los sicarios está com­puesta en el mismo tono, con pare­jo humor negro. En ella Vallejo aparece armado de filoso escalpelo para cortar la piel y los tejidos que le permitan dejar en la más desnu­da desnudez la realidad de una re­gión, de unas gentes que ama y amará a pesar de lo que sea: "Ha­bía en las afueras de Medellín un pueblo silencioso y apacible que se llamaba Sabaneta. Bien que lo co­nocí porque allí cerca, a un lado de la carretera que venía de Enviga­do, otro pueblo, a mitad de camino entre los dos pueblos, en la finca Santa Anita, es el fin del mundo. Más allá no había nada, ahí el mun­do empezaba a bajar, a redondear­se, a dar la vuelta... ".
Ese amor que le inspira el tono idílico para decir el territorio de su in­fancia, le mueve igualmente para vapulear sin misericordia y sin concesiones los vicios ancestrales de su raza: "Almorzamos sanco­cho, que es lo que se come aquí. Y para abrir más el apetito, cada quién una Pilsen, y no es propa­ganda, porque son muy malas, es la pura verdad. Una cerveza Pilsen nos tomamos y yo pedí para el san­cocho un limón. A todo le pongo y nos trae, señorita, unas serville­tas, caramba, ¿o con qué nos va­mos a limpiar? Esta raza es tan mezquina, tan mala, que aquí las servilletas de papel las cortan en ocho para economizar: ponen a los empleados cuando no hay clientes a cortarlas: paque trabajen, (los hi­jueputas). Así es aquí".
El asunto de la novela de Vallejo ­para seguirle el juego a los viejos preceptistas- es la aventura de un sicario, y, por extensión, una vis­ta panorámica del sicariato.
Todo el mundo sabe qué o quien es un sicario. Por eso el novelista no entra en mayores detalles definitorios; además, para perfilarlo está toda la novela.
Para empezar, un sicario es alguien que se llama Tayson o Faber o Romel o Wilfer o Yaeison, y la lista es corta. Al autor se le se le escapa el de alguien que le presentaron a quien escribe estas notas “para trabajar en cualquier cosa", sujeto hasta de buena apariencia, pero que cualquiera que haya aprobado el inglés de se­gundo de bachillerato -de séptimo para ser actuales- no le encomen­daría ni la tenida de un poste ape­nas soltaba su nombre: Killer Montoya. O este otro con ínfulas de Ministro de Comercio Exterior que ansiaba trabajar en la "apertu­ra económica" y se llamaba nada menos que Rayban Jaramillo.
¿Por qué ese descuido onomásti­co?, ¿por qué darle a la gente un nominativo que tiene connotación de cosa? Finjamos de lógicos: tal vez porque si la vida vale menos que cualquier cosa, la preocupa­ción por el nombre de quien la por­ta es inútil, no tiene la más mínima importancia.
Un sicario es también alguien que responde a la siguiente descripción de despojo de indumentaria: "Le quité la camisa, se quitó los zapa­tos, le quité los pantalones, se qui­tó las medias y la trusa y quedó desnudo con tres escapularios, que son los que llevan los sicarios: uno en el cuello, otro en el antebrazo, otro en el tobillo y son para que les den el negocio, para que no les fa­lle la puntería y para que les pa­guen... ".
La relación protagonista-narrador, un muchacho de nombre Alexis, se inicia con un encuentro de alcoba y concluye con su muerte abalea­do.
Frase tras frase, página tras pági­na, Vallejo va dibujando con mano maestra, mejor, cincelando, la imagen escultórica de Alexis, su sicología. Y con sus ojos nos muestra el ambiente, la circunstan­cia, el entorno donde han transcu­rrido diez y seis o diez y siete años de su vida y en donde sucede la acción de la novela.
El mundo de Alexis lo habitan la radio -sintonizada siempre en emi­soras que transmiten rock, heavy o metal-, la televisión y la necesidad permanente de defenderse de los enemigos. Pero lo que ese mundo contiene no lo llena: "El vacío de la vida de Alexis, más incolmable que el mío, no lo llena un recolector de basura. Por no dejar y hacer algo, tras la casetera le compré un televisor con antena parabólica que agarra todas las estaciones de esta tierra y las galaxias. Se pasa ahora el día entero mi muchachito ante el televisor cambiando de ca­nal cada minuto y girando, girando la antena parabólica al son de su capricho y de la rosa de los vientos a ver qué agarra para dejarlo ir. Sólo se detiene en los dibujos ani­mados. ¡Plas! Caía un gato malo sobre otro y lo aplastaba: lo dejaba como una hojita finita de papel que entra suave por el rodillo de esta máquina. Sin saber ni inglés ni francés ni japonés ni nada sólo comprende el lenguaje universal del golpe. Eso hace parte de su pu­reza intocada. Lo demás es pala­brería hueca zumbando en la cabeza. No habla español, habla en argot o jerga. En la jerga de las comunas o argot comunero que está formado en esencia de un viejo fondo del idioma local de Antio­quia, que fue el que hablé yo cuan­do vivo (Cristo El Arameo), más una que otra supervivencia del ma­levo antiguo del barrio Guayaquil, ya demolido, que hablaron sus cu­chilleros, ya muertos; y en fin, de una serie de vocablos y giros nue­vos, feos, para designar ciertos conceptos viejos: matar, morir, el muerto, el revólver, la policía ... Un ejemplo, 'Entonces qué pare­ce, vientos o maletas. ¿qué dijo? Dijo hola hijo de puta', es un salu­do de rufianes.
La aventura de Alexis relatada por el narrador es una aventura sin aventura o la esencia misma de la aventura: mantenerse vivo en un medio en que el estado natural, o por lo menos el más corriente, es estar muerto. Por eso cuando Alexis camina por la calle a la vera de su protector, bueno, del que le da la plata y lo que necesita, las balas van y las balas vienen. Y como la gran mayoría de los de su categoría, pa­sa sucesivamente de asesino a sim­ple matador.
El matar se convierte con el tiem­po y con la práctica en pura mecá­nica. Se mata porque alguien miró de un modo tal que al mirado no le gustó; porque otro llevaba el radio en una emisora que al matador no quería oír, porque no tenía volu­men suficiente o para eliminar un mugre depositado en el cañón del revólver.
Y Alexis muere como tenía que morir: de un balazo que le disparó el hermano de alguien que había si­do su víctima. Su protector-aman­te al término de una decena de días de luto,  de un sufrimiento del que parecía inconsolable, se va con otro muchacho que le sonrió como si fuera un tipo conocido y quien re­sulta ser el victimario de Alexis.
La Virgen de los sicarios se lee de un tirón. Una vez que el lector pa­sa la primera página no se puede interrumpir la lectura. Vallejo des­pliega en ella un estilo envolvente en el que las imágenes se suceden, más bien, se atropellan con la téc­nica cinematográfica del corte di­recto.
Nada sobra ni nada falta para crear el clima de tensión creciente que se intensifica, párrafo tras párrafo, hasta producir un clímax que no termina con la última frase sino que le deja a uno el alma encalam­brada.
Creo que Vallejo ha conseguido con La Virgen de los sicarios una obra maestra sobre la violencia ur­bana, además de un documento de incuestionable valor, no solo sobre el fenómeno del sicariato, sino so­bre ese otro que parece ser su co­rrelato, el de las "milicias populares", tan tenebroso y abe­rrante como el que dicen combatir, porque no son otra cosa que sica­rios al servicio del "orden".

Jueves 16 de junio de 1994