17/3/08

Mauriac y su obra novelística

Por José Chalarca

Para comprender las almas de Mauriac es nece­sario un preludio que, como en las grandes sinfo­nías, anuncie las frases musicales que se desarro­llan y combinan dentro de la obra. En la novela de Mauriac hay elementos constantes: el paisaje y los tipos. Toda la acción de sus obras se realiza en una parcela de Francia: Gascuña con sus Interminables landas frías y pantanosas, pobladas de extensos bosques de pino, o los fértiles viñedos de las regiones aleda­ñas a Burdeos. Sus tipos, sus personajes, están entresacados de familias cuyo ancestro se remon­ta a varias generaciones. Llevan la propiedad en la sangre, tienen la pasión de la propiedad; aman el paisaje familiar con un amor entrañable y lo llevan en la memoria a donde quiera que vayan. Tienen también la pasión del nombre, del apellido, viven enamorados de su clan y procuran guardar las dis­tancias. Un Devizze o un Desqueiroux, tomando un nombre al azar, es todo un mundo de conve­niencias, de ventajas, de prerrogativas. Practican la religión de la aristocracia que tiene como dios al apellido, a cuyo honor sacrifican el amor y la vida misma. Todo lo anterior constituye el cuadro circunstancial de las creaciones de Maurlac.

Las almas que Mauriac crea son polifacéticas, ya que no existen almas de una sola cara, pero en ellas, hace resaltar su matiz principal, el color que las define, su pasión dominante. Así en “EI beso al leproso” su primera novela, nos muestra la pusila­nimidad de Jean Peloueyre, que metido en un cuerpo deforme, es Incapaz de superarse para to­mar lo que en justicia le corresponde.

Jean es uno de aquellos seres que no pueden moverse por si mismos, y solo avanzan empuja­dos por las determinaciones de los demás. Arre­glan su matrimonio con la muchacha más bonita de la aldea, quien a pesar de sentir repulsión por aquel ser contrahecho y famélico, lo acepta sinembargo, por ser un Peloueyre, último vástago de una gran familia que podría con su fortuna, salvar de una humillante bancarrota a los suyos. La boda se efectos pero el matrimonio no se consu­ma; allí empieza el calvario de Jean que no se atre­ve a tocar a su esposa por temor a contrariarla, y porque quiere ser consecuente consigo mismo. Se da perfecta cuenta de que no puede suscitar el amor de nadie; su figura solo Inspira lástima y la mujer que le cupo en suerte no sabe apreciar la ex­quisita belleza de su pobre alma. Jean muere al fin combatido por la tisis que no encuentra resisten­cia alguna en su organismo enclenque.

En esta obra aparecen ya las características de­terminantes de toda la novela de Mauriac. Hay en ella un tono sostenido, no tiene altibajos, los he­chos se suceden y se enlazan haciendo un solo todo y luego se desatan, como un río que se vacía en el mar por distintas bocas.

Mauriac da la Impresión de no terminar sus obras; su punto final no es definitivo, y aunque dé la acción por concluida, uno se siente tentado a seguirla con su propia fantasía. Sus personajes son humanos; tan reales que los podríamos en­contrar a nuestro paso; pero no son universales. Están limitados a su raza, a su medio ambiente, a sus circunstancias. Fueron hechos para vivir en Gascuña pegados a su feudo y su vida fuera de allí no tiene razón de ser. En otro lugar del globo podrán darse existencias animadas por las mismas pasiones, con los mismos sentimientos, porque todos los hombres han sido dotados Igualmente, pero de distinto colorido, calor, Intensidad, potencia.

Mauriac concibe el personaje como sujeto de determinadas Inclinaciones. Toda pasión tiene ciertas aristas que la enmarcan y distinguen, pero adquiere tonalidades diversas según el sujeto que las encarna, y de allí toma su realidad. «La pasión no es más que un fantasma si no puede encarnarse-, dice en «La Farisea». Mauriac no hace sino trasladar con maestría los tipos universales del egoísmo, el orgullo, la lujuria, la avaricia a hombres de carne y hueso nacidos en una tierra y de una clase social que él muy bien conoce.

La virtud y el vicio no tienen patrones objetivos consistentes; no podemos ver la virtud y acariciar su perfil como el de una estatua porque la virtud es una fuerza espiritual, pero sI nos es dado contemplar la virtud que resplandece en las actuacio­nes de un Individuo concreto, encarnada en alguien.

La virtud no existe sola como un vestido de tal estilo que deben ponerse todos los que quisieren ser virtuosos. El ser virtuoso consiste en ajustar nuestro modo personal de obrar a los principios rectos que rigen la conducta hacia el bien y así, aunque la caridad sea una, es muy distinta la caridad de Pedro a la caridad de Héctor; ambos sa­ben su deber de amar al pr6jlmo, pero cada uno lo cumple condicionado por las fuerzas de su perso­nalidad y de sus circunstancias.

No existen personalidades sencillas. Cada hombre es un mundo complejo regulado por Infi­nidad de leyes, muchas de las cuales le son des­conocidas. Cada hombre es un manojo de pasio­nes cargadas de una fuerza potencial capaz de im­pulsarlo, tanto en el bien como en el mal a distan­cias insospechadas, que lo llevarían a realizarse como un gran santo o como un gran pecador; todo depende del cauce que éstas sigan.

Mauriac sabe bien lo que acabamos de decir, y por eso lleva sus personajes a situaciones limite. Tomemos por ejemplo al protagonista de “Nudo de víboras”: Luís es un hombre Inteligente, brillan­te abogado; egoísta, enamorado de si mismo hasta tal punto que llega a convencerse de que no puede ser amado por nadie en la medida en que él se ama; por lo tanto, se encierra dentro de si, hace abstracci6fl del mundo exterior y se empeña en verlo únicamente en funcl6n del beneficio que le reporta y en medir las cualidades de los demás con su propio rasero. Como no puede dejar vacía su capacidad de amar y ya está saciado de su per­sona, se enamora del dinero que atesora con Intención de poseerlo hasta el paroxismo; pero ocu­rre lo contrario y acaba siendo poseído por éste que le impone su dura ley y le hace su esclavo.

Cuando abre los ojos ya es demasiado tarde; haciendo balance de su existencia encuentra, ya al fin de ella, que ha vivido como un asceta; se ha privado de todo buscando la economía que acre­centará su capital, que en última Instancia, ha si­do amasado para sus hijos, unos hijos a los que no ha podido querer porque ni siquiera ha Intenta­do conocerlos. Tan extraños son para él, su espo­sa y todos los que constituyen su familia, que se dice con amargura y a modo de disculpa: -La mayor parte de los seres humanos no se eligen mejor que los árboles que han crecido juntos y cuyas ramas se confunden por el crecimiento». SU mujer y sus hijos no están unidos a él, no hacen parte de su tronco, están enredados como las pa­rásitas. En los suyos no ve más que la ambición personificada de poseer su fortuna, y no puede imaginarios sino tramando siempre la manera de apoderarse de lo que con tanto trabajo ha ateso­rado; esto lo lleva a decir que “solo vemos aquello que estamos acostumbrados a ver».

Ante el hecho del amor se queda perplejo y no acierta a colocarlo sino en la esfera del misterio. -Incluso los mejores, escribe en sus memorias, no aprenden a amar por si solos. Para pasar de largo ante los ridículos, los vicios, y sobre todo la estu­pidez de los hombres, es necesario poseer un se­creto de amor que el mundo no conozca. Mientras ese secreto no sea hallado, se cambiarán en vano las condiciones humanas». Descubre que el odio por fuerte que sea y el egoísmo, no son energías transformadoras porque no llevan al progreso, pues éste se basa en la comprensión mutua y el reconocimiento de los demás.

Examinando su conciencia encuentra con ho­rror que .ha sido un monstruo de soledad e Indi­ferencia» pero, como los caracteres y los tempera­mentos no se dan en estado puro, comprueba también que .a pesar de creer que el egoísmo me hacía inmune, me hacía extraño a todo lo que compete a lo económico y social, había en mi un sentimiento, una oscura certidumbre de que para nada serviría revolucionar a la faz del mundo; había que tocar al mundo en el corazón»; recono­ciendo así al amor su valor de elan vital, de fuerza motriz de toda actividad humana y concluye su examen con unas palabras que dejan ver cierto lampo de esperanza en medio de la noche tenebrosa de su desesperación .” Busco solo a aquel que lleve a cabo esta victoria; será necesa­rio que sea el corazón de los corazones, el centro vivo de todo amor” y esto no es otro que Dios hu­manado, Cristo, a quien él se ha empecinado toda su vida en no reconocer.

Mauriac en su obra novelística se ha propuesto descubrir el mal; sus personajes son casi todos tan monstruosos, por decirlo así, como el que aca­bamos de estudiar. Sus “malos” aparecen como gigantes ante los cuales los virtuosos, los bue­nos, son pigmeos; no tienen Importancia, su vir­tud, su bondad, es opacada por la malicia y la per­versión de los primeros que desempeñan los papeles «cumbre» de su trama.

Un frío pesimismo se trasluce en la novela de Mauriac. Al terminar su lectura, uno siente cierta frustración porque después de vivir las peripecias de sus personajes espera un final a sus desdi­chas, que abran los ojos, que se conviertan. Pero no nos da ese gusto e inmisericordemente deja morir sus héroes irredentos. Asevera nuestro aser­to este párrafo de Los caminos del mal: “La vida de la mayor parte de los hombres es un camino muerto y no conduce a ninguna parte. Pero otros saben desde la infancia que van hacia un mar des­conocido. Ya entonces, la amargura del viento los sorprende, y el sabor de la sal llega a sus labios, hasta que, franqueada la última duna, esta pasión infinita les abofetea con arena y espuma. Solo les queda precipitarse en el abismo o volver sobre sus propios pasos» y como es casi imposible, o más bien Imposible desandar lo andado, dada la situación en que Mauriac coloca a sus personajes no hay otro camino que arrojarse en este abismo, en la perdición total”.

Una que otra pincelada de bondad matiza de claridad el negro retrato de las almas que Mauriac pinta, pero no es más que una chispa. Hasta el paisaje mismo en que coloca a sus hombres es de fondo oscuro, en las landas siempre está llo­viendo y el cielo es plomizo, la tierra se adhiere a la planta de sus personajes corno cieno pegajoso que les Impide marchar con soltura.

Cada novela de Mauriac es un problema de mo­ral, un conflicto de conciencia caracterizado por el sentimiento de culpa, de pecado. Para Mauriac no parece haber otro problema moral, dice Le­clercq. La moral no es una ciencia del mal, sino la ciencia del bien; si la moral tuviera como objeto formal el pecado, el mal en si, se volvería negativa y dejaría de existir como ciencia, porque el mal es negativo. El mal moral es un defecto de la voluntad, es una falta de voluntad.

Para el cristiano, y los personajes de Mauriac lo son; malos cristianos, pero cristianos; la conciencia moral no depende del sentido de pecado sino del «sentido de Dios, del sentido del amor divino, del sentido de la redención.” El pecador no es el testigo más auténtico del sentido moral” anota finalmente, Leclercq, y yo añadiría que en lugar de hacerlo patente lo anula; el pecador empedernido carece de sentido moral.

No obstante, la novela de Mauriac no pierde va­lor, pues él es un maestro en su género y además, encuadra muy bien dentro de la mentalidad de nuestros días, ocupada en resolver los problemas del hombre, sus eternos problemas, que han sido de nuevo puestos sobre el tapete por la filosofía existencial. Si bien Mauriac no aporta solución a los problemas que plantea, los pone de frente, ha­ce de ellos un examen fenomenológico para que otros, basándose en esto, emprendan la tarea de darles respuesta.