17/3/08

El erotismo del yo

Por José Chalarca

Narciso es una figura secundaria de la riquísima y deslumbrante mitología de los griegos. Era hijo del río Cefiso y la ninfa Liriope, deidades menores del orden acuático; sus creadores le dieron como nota característica a su existencia una extraordinaria belleza física.

A la hora de su nacimiento Tiresias, el vidente, el arúspice, el que estaba en posesión del más oscuro de los secretos: el futuro, vaticinó a los padres que Narciso viviría eternamen­te, pasaría con éxito la prueba de la muerte si nunca cono­ciera su propia figura.

La belleza que es el más fatal de los dones con que los dioses regalan a sus criaturas, hizo de Narciso el imán de las miradas de todos los que cruzaban por su frente y el objeto ansiado en el que se concretaban los sueños de amor de aquellos capaces de amar que fueron alcanzados por el he­chizo de su hermosura. De él estuvo enamorada la ninfa Eco, condenada por la celosa Hera a decir sólo las palabras finales de cualquier discurso que intentara y a quien Narciso desdeñó precisamente por su falta de palabras.

También lo estuvo el joven Aminio quien tampoco fue correspondido y buscó en la muerte el paliativo final a su pesar de desamor. Aminio suplicó a los dioses vengaran el desprecio de que le había hecho objeto el cruel Narciso; fue oído en su petición por Artemisa. La diosa enamoró al hui­dizo joven y cuando lo tuvo presa de la más encendida pasión, se desentendió de él.

Narciso entonces, sumido en la desesperación y la angus­tia, se dio a vagar por campo abierto, por jardines y por bosques. Un día, cansado y sediento, llega a la orilla de un manantial de aguas frescas y cristalinas; se tiende entonces a su orilla para beber pero ve su imagen reflejada en el agua y queda prendado de ella. Y en adelante no puede amar a otro ser que no sea él mismo.

Frente al espejo que le brinda la superficie limpia del agua empieza a descubrir su cuerpo, a recorrer con la mirada cada palmo de su piel, a distinguir uno a uno los accidentes geo­gráficos de su anatomía: La suave pendiente del empeine, las protuberancias de los tobillos, el talón que se afirma en El suelo de la orilla como base de columna y los cinco dedos que parecen adherirse al suelo como raíces a flor de tierra; las piernas que florecen en sus caderas y en el resto del tronco, el montículo del sexo sobre la planicie ondulada del vientre; el pecho, la breve caverna de la axila, su cabeza, su rostro. Se mira de abajo arriba, de arriba abajo, del principio al fin, del este al oeste, de norte a sur. Se palpa con la mirada y verifica el dato con las manos.

Nada le saca del asombro que le causa la visión de su figura; nada supera la maravilla de verse, de respirarse, de escuchar el latido del corazón, eco torrencial de la sangre que fluye por venas y arterias. Ningún fuego produce el ardor de la pasión que le desata su propia figura.

No cesa de contemplarse y es entonces presa de la tentación de poseerse. Empieza a vislumbrar la posible razón para que hubiera rechazado a la preciosa Eco. No existe otro objeto de amor distinto del propio cuerpo, es imposible la trascendencia.

Se abraza otro cuerpo en la ilusión vana de abrazar el propio; se acaricia en él lo que no es posible acariciar en el propio cuerpo; en él miramos la espalda nuestra que no podemos ver y tocamos la que no nos permiten tocar nuestras propias manos, penetramos en la entraña que no nos podemos­; penetrar, engendramos los hijos que no nos podemos engendrar. Y nunca salimos de nosotros mismos.

El otro es un pretexto; el hombre está condenado a la prisión estrecha de la aseidad, a moverse dentro de los límites intangibles del yo, sentenciado a la cadena perpetua de la identidad.

No existe ni es posible más amor que el de sí mismo; el amor a los otros es una perífrasis. Buscamos en los otros labios el contorno real de los nuestros, en los otros ojos el brillo, el color y la intensidad con que miran los nuestros, en los otros sexos la potencia y el ardor del nuestro o lo que creemos le falta para completar el ciclo que le permita concretar su unidad. El viaje hacia los otros no es otra cosa que el recorrido desesperante del círculo vicioso que envuelve misericordia el nosotros mismos.

Dice la leyenda que Narciso, preso del encanto de la ima­gen suya que le devolvía el agua, pasó horas y horas y días mirándose, hasta que la muerte lo acabó por inanición. Que fue deshaciéndose lentamente y de sus despojos, como de una crisálida gigante, abrió sus ojos una flor blanca con sus pétalos orlados por una franja roja.

Hubiera sido una salida fácil y hermosa. Pero nada en el hombre tiene salida; la esencia de su existencia es estar siempre en la encrucijada. Los dioses eternos que forjó su imaginación desesperada, determinados por la lógica impla­cable le han decretado eternidad a sus destinos.

Narciso no encuentra descanso final a su tortura; no cabe siquiera ni un alto insignificante en el movimiento perpetuo de la pasión que mueve la contemplación de su imagen y unas veces acepta con alegría su fortuna y exclama por los labios de Whitman:

"Me celebro y me canto/ Y aquello que yo me apropio habrás de apropiarte/ Porque todos los átomos que me pertenecen también te pertenecen".

Estoy enamorado de mí mismo, hay tantas cosas en mí tan deliciosas'/ Todos los instantes, todos los sucesos me penetran de alegría/ No sé decir dónde se doblan mis tobi­llos, ni dónde nace mi más pequeño deseo/ Ni dónde nace la amistad que brota de mí, ni la amistad que recibo en cambio".

Otras veces exclama con Vallejo transido de angustia, des­esperado de ser:

"Hay un vacío en mi aire metafísico

que nadie ha de palpar:/ el claustro de un silencio que habló a flor de fuego/ Yo nací un día

que Dios estuvo enfermo grave".

Quizá Narciso es la figuración más lograda del destino del hombre condenado desde siempre a navegar por los mares procelosos del ser, conformando su entidad con los retazos de experiencia que dejan aquí y allá los naufragios del ser de los otros.

El hombre es pues el ser más solitario del universo y el mundo que construye a su alrededor es la tentativa desespe­rada por salir de sí mismo y encontrar un otro yo idéntico.

El primer objeto que se propone a su libido en el instante de su aparición es su propio cuerpo y en él encuentra todas las posibilidades de satisfacción que le ofrece el conocimiento incipiente.

Y es alrededor de ese cuerpo que se le ofrece como otro, de su construcción anatómica, que comienza a elaborar su erotismo y en este proceso involucra todos los elementos que se disponen a su alcance.

En esta fábrica todo cabe pero nada es suficiente, nada es capaz de terminar lo que proyecta: definir las líneas de su entidad, lo que permitirá, a su vez, conformar la figura del otro ser, su par, que le posibilite trascenderse y salir de su estado de soledad.

De ese empeño inútil nace todo: las religiones, las ciencias, las filosofías, las artes que crecen, alcanzan su momento de plenitud y mueren al fin dejando sus logros inconclusos como punto de partida a nuevas construcciones que también cerra­rán su ciclo sin cumplir su cometido.

Hay que decir pues que el yo es el sustrato primero de la creación. El yo psíquico y el yo camal, físico; cada hombre es el centro de su propio universo y, en consecuencia, es egoísta y egocéntrico, no por vicio, sino por esencia.

Y como ente que conoce tiene que volcarse primero sobre sí mismo para conocerse. Debe penetrar en él, poseerse y delimitar los espacios y los tiempos de su pertenencia. Tiene que saberse y sentirse; sentirse metafísicamente y sentirse sensualmente, movimientos éstos de los que surge el erotis­mo del cual puede decirse con Bataille, que" es la aprobación de la vida hasta la muerte".

Pero donde es más dramática la búsqueda de la otridad es, sin duda, en la que mueve el impulso amoroso. ¿Por qué? Porque no se sabe lo que se busca y cada encuentro es tentativo. Llegamos a otro cuerpo deslumbrados por el destello fugaz de un detalle mínimo que en la potencia ful­gurante de su estallido nos enceguece para ver todo lo que no es, con lo que, esa brizna mínima, disfrazada de totalidad, nos arrastra en su remolino para arrojamos después a la orilla del camino malheridos por el desencanto, a punto de ser estrangulados por la desesperanza.

"Encuentro en mi vida millones de cuerpos; de esos millo­nes puedo desear centenares; pero, de esos centenares no amo sino uno. El otro del que estoy enamorado me designa la especificidad de mi deseo", escribe Roland Barthes. Allí está el nudo del drama: lo que me atrae en el otro no está de verdad en el otro; es tan sólo la proyección de lo que busco y deseo encontrar angustiosamente. Por eso el coro­lario de todo orgasmo es el desencanto, y la corona de todo amor una cada vez más lacerante desilusión.

El amor es también una pasión inútil y de sufrida como sujeto paciente deviene ese objeto gratuito que llamamos arte erótico.