17/3/08

El Oficio de Preguntar de José Chalarca

Por Hernando Salazar Patiño

He sido testigo del inicio y el desenvolvimiento de la apasionada e in­quietante relación de José Chalarca con la literatura. Esta obra es su fruto. Pero es al mismo tiempo la historia de esa relación. Honesto y vanidosamente humilde en lo que nos dice de su aventura con los libros, de su deslumbramiento, de la forma de apropiarse de su sus­tancia al serle ajena su pertenencia -en contraste con los privilegios que halla en Sartre mas semejante en el rito-, el autor hace hincapié en el oficio que más identifica al hombre, que es por eso mismo el oficio del poeta y del filósofo: el oficio de preguntar. "El hombre está condenado a formular preguntas" dice Chalarca en su ensayo sobre Silva y al filósofo existencialista de "Los caminos de la libertad" le agradece las perspectivas distintas que le dio a su preguntar, lo que vale decir, a su perspectiva humana.

Desde esas almas deformes de los burgueses de provincia que Francois Mauriac escalpeIa en sus novelas enfermizas, hasta el estoicismo de los actos cotidianos con el que los seres simples de John Updike manifiestan una dimensión no entrevista del espíritu norteamericano, personajes, ideas, sentimientos, son seguidos, o mejor, espiados, por la mirada indagadora de Chalarca. Y es que en los libros que lee, en los autores que escoge, ha querido obtener una res­puesta.

Estos ensayos revelan un lector abundante, un lector conmovido, un lector entusiasta, y ya se sabe, un lector interrogador. Más discursivo que crítico -más el discurrir que el análisis-, el autor se preocupa e in­terpreta que ve, lo que encuentra, por sobre lo que pueda verse o hallarse. Esta subjetividad del buscador que hay en Chalarca le co­munica el tono personal, reflexivo, claro, sensible, a "El oficio de preguntar", y acentúa la nobleza de su estilo.

Dos aspectos fundamentales deben subrayarse en este libro. Por una parte el homenaje que hace José Chalarca a sus maestros litera­rios y a sus amigos artistas. Maestros son aquellos que nos ayudan a pensar, a conocemos. Y es aquí donde se hace nítida la formación clásica del autor, la que le posibilita su lúcida e infrecuente compren­sión del hombre moderno. A diferencia de la mayoría de sus con­temporáneos y de los comentadores de libros más recientes que creen que la literatura acabó de nacer y tiene por tierra de origen a Latinoamérica, Chalarca comprueba algo que extrañamente dejó de ser obvio para volverse excepcional: el conocimiento de los clási­cos como propedéutica para saber leer a los modernos. Y hay tam­bién en "El oficio de preguntar" una biografía, la biografía espiritual del autor. No obstante el regodeo algo mórbido ante el niño inerme del que no sabe aún si pertenece al pasado, la verdad es que Chalarca quiso nacer griego, y espiritualmente lo es. Racional e intencional­mente estoico por la búsqueda de una imposible imperturbabilidad, pero plantado en el ángulo de esos dobles caminos sin salida que in­citan a rebelarse contra la naturaleza o aceptar el destino que se pa­dece como en los trágicos griegos, la pasión humanística de Chalar­ca y su ansia de virtudes heroicas tiene que asumir que "nada sobre­pasa al hombre en pavor", según la expresión de Sófocles que él cita en el ensayo magnífico sobre su maestro Nikos Kazantzaki, un grie­go contemporáneo que le enseñó -como en la tradición filosófica- a preguntar por el ser del hombre.

El moralista de raíz existencial que hay en Chalarca, se transparenta en la mayoría de estos ensayos. Explícito en los que escribe sobre Jean Paul Sartre, en la visión heideggeriana de Walt Whitman, en la temática universal de la poesía Iacerada de Fernando Mejía Mejía, hasta su conmoción ante la muerte del sacerdote revolucionario Ca­milo Torres -ensayo que suscitó polémicas e hizo reaccionar al viejo Calibán-, patentizan que es el existencialismo cristiano el soporte teórico de sus escritos menos recientes. En los de los últimos años manifiéstanse, entre varias singularidades, otras de las facetas que es­tructuran la rica personalidad intelectual de José Chalarca: el extra­ño cafetólogo en que está hoy convertido pide ingreso a la literatura en las "Aventuras del café" y, especialmente dotado para la com­prensión pictórica, (" el pintor que se frustra en mí todos los días) como confiesa en su nota sobre el acuarelista Hernán Salamanca, aparece el comentarista de arte -del que resentimos no serlo más constante- en las notas sobre Leonel Góngora, David Manzur, Her­mes Pinto, Eduardo Ramírez Castro, Talú Durán y el mencionado Hernán Salamanca.

Del academicismo formal del que adolecen sus primeros trabajos a los que todavía les faltaba licuefacer su sustancia, desvestir mas su vitalidad y frescura, sin superar por completo el formalismo, los en­sayos de Chalarca se van desatando hasta adquirir esa agilidad del gIosista contemporáneo que informa y estimula, recrea y clasifica. Excluyendo los ya aludidos, el academicismo filosófico notorio en el estudio sobre "La Vorágine" -en el que hay que destacar, con todo, la óptica poco trasegada que allí aplica- está muy lejos del lector atento e informado que nos cuenta de Marcel Jouhandeau o del agudo y sumario escorzo sobre Jerzy Kostnski. La experiencia perio­dística que corre entre ellos marca esa maduración.

Pocos tan distintos como el Chalarca creador y el ChaIarca lector que no equivalen, en una sinonimidad que sería inexacta, al cuentis­ta y al ensayista. Difieren como en la obra de arte la réplica del original. Dije que en esta serie de ensayos ChaIarca nos habla de su relación con la literatura y el arte. Su cuentística habla es de su relación consigo mismo. Pero en ambos géneros nos revela lo mejor de él, de su relación con los demás, es decir, con nosotros.