17/3/08

Años de indulgencia


Por José Chalarca
No sabemos si ésta sea la última en la serie de las novelas de Fernan­do Vallejo, con trasfondo auto­biográfico, iniciada con "Los días azu­les". Aunque cada una de las cuatro novelas publicadas hasta ahora por el escritor antioqueño es en sí misma una totalidad, una obra cerrada y comple­ta se percibe en la intención un cierto ánimo de continuidad.
 El personaje es y no es el mismo que narra en primera persona y se identi­fica unas veces con el autor y otras se pierde en el anonimato del narrador impersonal, oculto tras la falacia de un yo que se malesconde en un torrente de confesiones intimistas.
 El libro se inicia con una serie de ad­moniciones de tipo cabalístico, de in­vocaciones demoníacas, de conjuras y exorcismo: "Y luego son convulsiones, comezones, picazones, contracciones, trances, vértigos, escalofríos, espas­mos, revoluciones musculares, des­cargas epilépticas, chillidos, patatu­ces, berrinches, delirios, estremecimientos, vesanias, llanto, histeria, carcajadas, letargos y lo que el análisis del cerebro de una loca re­vela. Ay, ay, ay, cómo se pasa la vida, cómo se acaba la noche, en qué vacío queda mi interior desmantelado tras la fiesta! Y si les dijera lo que sé ... No sé pues de religiosas cabalgadas por íncubos sin interrupción ni tregua du­rante dos o tres y cuatro y cinco días seguidos? con tus negras fauces de hiena, con tus colmillos de jabalí, con tus patas- unguladas- Luzbel mío el satanismo, písame, tómame, estrúja­me
 De Envigado, Antioquia, el relato se traslada a Nueva York, la cosmopoli­ta, el ombligo del mundo, el centro universal del pecado, la plataforma de lanzamiento de todas las glorias: las efímeras, las de corto y mediano pla­zo, las eternas y las perecederas, que de llegada en la noche, ve así: " ... allá abajo, el mar de luces: luces de los bar­cos, luces de los carros, luces de los fe­rries, luces del waterfront... las largas filas de los carros como hormiguitas luminosas avanzando, fluyendo, ser­penteando, faros amarillos viniendo, foquitos rojos yéndose, subiendo por las rampas de los puentes, metiéndo­se por los túneles bajo la tierra, sus­trayéndose a mi mirada para aparecer al otro lado del río del Hudson O del East River que forman esta Isla inefa­ble de Manhattan. Luces de los mue­lles, luces de los puentes, luces de los aeropuertos, luces, lampos, intermi­tencias, señales, muchas señales de luz regulando el tráfico del agua, de la tie­rra, del aire y en el aire los viaductos elevados y los rascacielos palpitando, respirando, silenciosos panales. La urbe del futuro, la megapolis?
 La ciudad del pasado. La de 1930. La de Doc Savage, el cual soy yo, el hombre de Bronce, volando sobre el tiempo: en tetramotor, en trimotor, en bimo­tor, en aeroplano, o de plano sin avión, volando solo, con mis alas de ceniza, de murciélago, hasta pararme sobre el Empire State, donde tengo, en el piso ochenta y seis mis oficinas ... ".
 Y allí en Nueva York, donde el simple vivir, el sencillo transcurrir de los mi­nutos, las horas y los días son toda una aventura, un sinnúmero de aventuras buscadas unas, deparadas por el azar otras, contadas con ese lenguaje de Fernando Vallejo, matizado unas ve­ces por un lirismo rabioso, otras arma­do de la potencia corrosiva del más fuerte de los ácidos.
 Trasegar por el Nueva York diurno, en cuyas calles y avenidas es posible sen­tir el pulso del mundo, constatar los matices que distinguen y caracterizan las razas que pueblan los más distan­tes lugares de la geografía terráquea o por el Nueva York nocturno, sembra­do de bares y metederos donde se pue­den llevar a la práctica las más recónditas y extrañas aberraciones, consumir cualquier tipo de licor o de fármaco, fumar las más extrañas yer­bas. Decir luego las experiencias vivi­das unas veces con los ojos bien abier­tos y otras desde los meandros del sueño o los linderos imprecisables de la mente drogada.
 De pronto, desde el corazón de Nue­va York un salto a través del espacio y el tiempo, señalado apenas por la sig­nificación limitada de un punto yapar­te, aparecen narrador y lector en Co­lombia, concretamente en Bogotá, para tratar de encajarse en la que ha sido su pasión: el cine y sobre la historia del cine en Colom­bia Vallejo escribe: "La historia del ci­ne Colombiano es la historia de un fra­caso. Un inmenso fracaso antes de mí, y un fracaso inmenso después. Yo estoy en medio, partiéndolo. Cuando regresé a Bogotá de Roma ni una sola película, pero ni una, en cincuenta años se había podido terminar a caba­lidad, hasta la exhibición al público. Las unas se quedaban en la filmación, las otras en el copión, las otras en la edición, las otras en la sonorización... a medias todas, inconclusas, como coitus interruptus... Y truncas se quedaban, atrancadas porque a quienes la hacían se les acababa en el camino la s fe, el impulso, el optimismo, el fluido  vital, la plata: la plata, don dinero, para salir del atolladero".             
Entre la vigilia y el sueño, entre la realidad real y la fantasía realista Vallejo, traza el perfil sinuoso de lo que fue- r ron varias empresas que trataron de hacer cine en Colombia, las películas soñadas y la contundente realidad conque se estrellaron los ilusos que pretendieron hacerlas con sus propios  recursos.
"De los locos, de los locos de este mun­do no he conocido uno más loco que Roberto Quintero, director y produc­tor de los que he dicho. Cincuenta años trabajó en la I.B .M de Nueva York, y el día que se jubiló, lo que re­cogió en cincuenta años lo gastó en máquinas viejas: una cámara, una co­piadora, una reveladora, una moviola viejas, viejísimas, de los tiempos de Edison. Y regresó a Colombia a hacer cine. Trajo hasta un anamórfico para filmar en cinemascope. Ese es un lente mágico que comprime las figu­ras, las infla y las achaparra y las con­vierte a lo normal, pero el resultado es que se ahorra el ahorrador la mitad del negativo, que hay que importar dándole Coimas a la Aduana.
Filmando con el anamórfico empezó don Roberto una película "Carmen­tea", así llamada, creo, por su mujer .una película de los Llanos de Colom­bia de campo abierto, de optimismo, lo más opuesto a mí. Pues con todo y su optimismo la película se le quedó como el anamórfico en la mitad.
Y no la pudo acabar: ni de filmar, ni de revelar, ni de copiar. Una escena al­cancé a ver en la moviola, con las figu­ras alargadas, una pelea: de dos llane­ros matándose por Carmentea. Peleando caían al río y ya. Y ¿qué sigue don Roberto? "Sigue que se los tragan 'las pirañas, pero eso no lo alcancé a fil­mar". "Pues apúrese a filmarlo que con los años los llaneros se le están ha­ciendo viejos". "Y qué -los maquillo y ya!". "El cine es pura ilusión". La ilu­sión es la suya, que s un iluso..."
Luego viene la aventura en el ICO­DES, la tentativa infructuosa de hacer cine de contenido social con el fin de inclinar la voluntad de los ricos de buen corazón de los países superdesa­rrollados y archimillonarios a costillas de los pobres miserables de las tres cuartas partes del mundo conocido.
En este recodo de "El Río del tiempo" iniciado con los días azules campea la misma prosa fluida que ha desplegado Fernando Vallejo a lo largo de toda su obra literaria: el mismo humor negro y la misma visión dolorida de la patria que ama por encima de todo, con un amor profundo, camuflado bajo un manto de indiferencia. De aparente rechazo, de insultos que son otra for­ma de las declaraciones de amor.
Que mejor para cerrar esta nota que lo que escribe Margarita Ledesma en contra carátula exterior:
"Aquí todo está en un mismo plano: las ilusiones, las alucinaciones, los recuer­dos; lo que pudo haber sido y no fue, y lo que habiendo sido ya no lo es: lo que el tiempo se llevó. Las normas socia­les, los preceptos morales, las conven­ciones literarias aquí se vienen abajo con un estrépito de clisés rotos. Libre de los estrechos linderos de los géne­ros, de imposiciones y religiones, sin ser novela ni poesía, ni autobiografía, ni historia, la literatura queda enton­ces reducida a su última instancia: frente al embate del tiempo, con sus significados y sonidos cambiantes, al efímero pasar de la palabra"

Fernando Vallejo, Años de indulgencia,  Editorial Planeta Colombiana S A , Bogotá, 120 páginas
Consigna No.370 agosto 15 de 1989