17/3/08

Color de hormiga

José Chalarca

Estaba siempre vestida de blanco con vestidos de su propio diseño y confección, que só­lo dejaban visibles la puntera tímida del za­pato por abajo, una mínima porción de nuca por arriba y disimulaban, entre los numero­sos encajes de los puños, la silueta de unas manos delicadas. Tenía rubio el cabello, de abundancia y brillo inusitados, que caía –lige­ramente ondulado– hasta sobrepasar el lí­mite de la cintura, la piel tersa y fresca sin una sola arruga que delatara la cifra verda­dera de sus años, y los ojos de un azul intenso. Era bella, de una belleza fría, como materia­lización de estrictos cánones estéticos.

A los quince años tuvo su primer amor y despidió al pretendiente dos días antes de cumplir su palabra de matrimonio, por la ter­ca insistencia de aquel en dar un paseo, to­mados del brazo, por las calles del pueblo.

Dos años después de salir todas las tardes –sin faltar una sola–, a tejer croché en un balcón que daba a la calle, conquistó su segundo Romeo. Le recibía en la sala grande, a la que sólo tenían acceso las visitas que ella determinara, sentada y sin levantarse en el momento de la despedida. Él le propuso pa­seos a caballo y ella aceptó sin resistencia. Cuando llegaba, la encontraba ya sobre la ca­balgadura y al término del paseo, mediante la complicidad de los hermanos –sobré todo la mía– nunca le permitió ver cuándo se apeaba. Hasta que la curiosidad hizo crisis en el nuevo pretendiente y, con la emoción del sacrificio, ofreció aceptarla como era, así de tremendo fuese el defecto que ocultaban sus vestidos largos y su renuente posición seden­taria. Ella, por toda respuesta, le indicó la sa­lida con gesto implacable.

Nunca más hubo otro novio. Canceló defi­nitivamente toda posibilidad de matrimonio y se dedicó por entero a levantar una mura­lla que hiciera inaccesible su virginidad y des­de cuyas almenas y torreones pudiera dirigir con hábil estrategia los movimientos de papá, mamá y los otros doce hermanos.

Todo en la casa empezó a girar en torno de Leticia. Un día a papá se le ocurrió em­baldosar un patio de la finca; ninguno de los hermanos pudo. Hicieron venir entonces a Leticia. Ante la duda solidaria de la parentela mandó tender hilos, emparejó el terra­plén, con sus propias manos colocó la primera hilera de baldosas y dirigió luego, con aca­bada pericia, la tarea de hermanos y peones.

Y así era en todo. Para Leticia no había nada imposible. La familia creyó que después de lo de su pierna, con los mimos y las pre­ferencias, ella se sentaría en la comodidad que ofrecen las primeras filas, a mirar vivir a los otros. Pero no ocurrió tal. Leticia hizo su vida y no una vida cualquiera, sino una vida de cometa que arrastraba en su cauda a la de todos los suyos –con excepción de la mía que he logrado sustraer a su influencia.

Una tarde, Leticia tuvo una discusión por un asunto baladí con mi hermano Josué (uno de los mayores), quien con sus inconsecuen­cias la puso fuera de sí. Tomó el re­vólver que siempre mantenía cerca de ella –nunca supimos con qué fin– y vació ínte­gra su carga contra el hermano impertinente. Para fortuna de Josué, Leticia tenía mala pun­tería y sólo recibió algunos rasguños en un brazo. Nadie lograba calmarla y todos, in­cluso mamá, salieron de huída. Cuando lle­gamos papá y yo (siempre andaba con él por ser el más pequeño y el más despierto de la familia), Leticia no cejaba en su furia y hacía constantes disparos al aire. Papá se lle­vó las manos a la boca para hacer bocina y logró convencerla de que depusiera su enojo y nos permitiera la entrada. Solamente nos dejó seguir a los dos. La encontramos con los cabellos en desorden, el traje destrozado y los brazos llenos de verdugones. Sin hacer caso de mi corta edad (en ese tiempo la gen­te era muy pacata), entró en detalles de una fantástica violación que había querido llevar a cabo Josué. Papá –un gigante da casi dos metros de altura y no sé qué exagerada can­tidad de kilos– humillando su pesada humani­dad dijo a todo que sí y la casa recobró la calma.

Cuando murió papá –su muerte hizo his­toria en Aranzazu– la suerte de Leticia cam­bió un poco. Aunque no era la preferida, su desaparición la afectó mucho, tal vez por el drama –más bien la tragicomedia que resul­tó su velorio obligado de cuatro días–. Los hermanos compraron el ataúd más grande que había en el pueblo y papá no cupo en él; mandaron a hacer uno a su medida, pero cuan­do lo trajeron, papá había aumentado de an­cho; hubo que hacer otro que tampoco sir­vió, le quedó corto. Al fin, ante la urgencia de sepultar tanta carne que ya comenzaba a ranciarse, optaron por dejarle los pies afue­ra y así lo llevaron a la iglesia y finalmente al cementerio.

Yo, que no me descuidaba, aproveché la confusión y saqué toda la plata que papá guar­daba en el escaprate, para escaparla de los hermanos. La enterré en un hoyo profundo sin llegar a saber hasta ahora cuánta había. Los hermanos me hicieron un cerco feroz, cu­ya dureza no logró ablandar mis once años no cumplidos: llegaron hasta el extremo de torturarme y no darme comida. Me salvó Le­ticia, que descubrió dónde me tenían. A mamá y Leti les mostré el escondite de la plata –ellas mismas, en consideración a mi debili­dad y para alejar la sospecha de los hermanos, la desenterraron y seguramente también la gastaron.

La familia se abrió. Mamá quedó en la fin­ca, Leti se fue a la casa de Aranzazu y yo me largué a Manizales. Iba a casa cada quince días o cada mes; unas veces llegaba donde mamá y le decía que había estado todo ese tiempo con Leticia; otras llegaba donde Leticia di­ciéndole que estaba con mamá.

Leticia se entregó a sus lecturas y a sus cu­riosidades. Montó primero un consultorio sentimental que convirtió después en grafológico‑quiromántico con sus secuelas de menor categoría pero no menos aceptadas, echaba los naipes, leía el cigarrillo, la taza de café, de chocolate, de todo lo que dejara concho; hacía y deshacía maleficios y sales hasta que se cansó y varió de rumbo.

Le dio entonces por las lecturas serias: his­toria, economía, ciencia política, y su sala cam­bió de concurrencia. Los políticos, los inte­lectuales, los aspirantes a la reducida buro­cracia municipal y los simples desocupados con apellido de dinero, remplazaron a las sol­teronas, las casadas engañadas y engañado­ras, las quinceañeras ingenuas y las sirvientas esperanzadas. Tanta categoría le conquistó su círculo, que resultó electa concejal y más tar­de diputada a la asamblea sin hacer un solo discurso ni gastar un solo centavo. No acep­tó ninguno de los cargos ni tampoco el de ca­beza de lista para el senado de la república que le ofreció un político influyente durante su permanencia electorera en Aranzazu.

Aburrida del chismorreo del pueblo, resol­vió cambiar su sede y se fue a Manizales. El centro de la provincia –un pueblo más gran­de con otros intereses– ignoró a Leticia, que optó por dedicarse a la oración y al estudio del marxismo. Yo mismo le compré una edición de El Capital en tres volúmenes, Los Manuscritos Económicos y la Exégesis de Ives Congar. De El Capital no pudo supe­rar las tres primeras páginas del tomo uno, Los Manuscritos ni siquiera se tomó el tra­bajo de abrirlos y de Congar consultaba el índice. Pero se hizo a la terminología; los co­munistas no sé cómo diablos olieron su presencia y organizaron en su casa una célula del partido. Los camaradas la llamaron su ideó­loga, se bebieron su chocolate y se largaron al fin, llamándola revisionista porque se quejó de unos mozalbetes que lanzaron una piedra contra su pierna enferma, durante un cona­to de manifestación que la tomó por sorpresa cuando salía del rosario.

Inesperadamente Leti llegó a Bogotá y ate­rrizó en mi apartamento. Seguía siendo la misma, tan campante y tan fresca (parecía de veinte años, aunque ya rebasaba los cincuen­ta), cautivada de la filosofía de la nueva on­da. Me pidió que le consiguiera canabis porque tenía deseos de hacer un viajecito, de so­llarse y yo accedí entre sorprendido e incré­dulo. Traje la yerba y le armé el varillo, tuve también que encenderlo. La pobre Leti alcanzó a darle tres aspiradas y le cogió la pálida; después me dijo que se sintió como un avión... pero en picada.

Con su eterno traje blanco, ahora guarne­cido de letreros en inglés que decían love me, peace, policromías en acrílico, collares de cho­chos, chaquiras, corales y plumas de gallina mal teñidas, el pelo amarrado con una cinta de cuero y un pequeño morral, la conduje en taxi hasta la carretera de lbagué. Se iba al Tolima, viajando a dedo, en busca del paraíso de los hippies, que ella imaginaba tapizado de hongos alucinógenos, y el corazón ensancha­do con la consigna de haga el amor y no la guerra.

Viéndola alejarse manejando con elegancia su indiscreta cojera de la pierna izquierda, pensaba para mí, si no era color de hormiga la posibilidad de que Leticia encontrara un inquieto que se acostara con ella, pusiera tér­mino a su virginidad cincuentona y la llevara a realizar su nuevo lema.