17/3/08

Marguerite Yourcenar o la profundidad (fragmento)

Por José Chalarca

El amor es un tema recurrente en la obra de Mar­guerite Yourcenar y casi puede afirmarse, sin caer en la exageración, que es el resorte, el eje sobre el que gira y la trayectoria que describe en los despla­zamientos de su escritura.

Sabe bien Yourcenar que el amor no tiene defini­ción; que sólo es cuando se vive. Frente al amor qui­zá sea posible rastrear sus motivos, lo que lleva a él o inventariar lo que deja cuando muere, tarea tam­bién difícil porque es vacío de amor, lo que queda de la forma del agua cuando se vierte de la copa.

El amor es un estado, una situación del alma. No existe por sí mismo, no tiene entidad, no tiene di­mensión, no tiene término. No está ahí como algo que se puede tomar o dejar. Sólo es en los seres que aman.

No es posible hablar entonces del amor como ser, no existe. Su existencia está referida siempre a los que aman -hombres y mujeres-, y sólo en el mo­mento en el que acceden o caen, en el estado de gracia amoroso. En última instancia el amor no es sino en los amantes.

Reitero, el amor no existe, el amor no es sino en la ausencia de su objeto porque se deshace con el mero roce del ser que lo enciende. Es en mí como ser que ama elación, angustia, sensación inefable, pasión absurda que no tiene semejante. El amor no es sino mi amor por el ser amado sin ninguna posi­bilidad de encontrarse con él porque su amor por mí es su amor por mí, idéntico a sí mismo, ardor que al .igual que mi ardor se consume en su propio fuego.

Pero entremos ya en materia y tomemos uno de los primeros libros de Marguerite Yourcenar, Fue­gos, escrito en 1935 y conformado por cinco relatos de amor.

"Fedra o la desesperación" abre el libro. Aquí Marguerite Yourcenar se sumerge sin escafandra en las aguas profundas que son el corazón de Fedra,

la segunda esposa del héroe Teseo -a quien la leyen­da atribuía la fundación de Atenas-, para buscar los bancos coralinos donde toma pie el amor por su hi­jastro, el bello Hipólito.

Nos encontramos en este relato frente al amor pa­decido, en el que su objeto, el ser amado, deviene en pretexto para explicar nuestro tormento; en el que el amante se destroza contra las paredes de una urna de vidrio polarizado de la que no hay salida y que en la que no puede penetrar la mirada del ama­do.

"En el lecho de Teseo, siente el amargo placer de engañar de hecho al que ama y con la imaginación al que no ama". (1)

Fedra padece un amor que le abrasa sin tregua, como las llamas de la zarza bíblica que no consu­mían las ramas que alimentaban su fuego. "Ante la frialdad de Hipólito, imita al sol cuando choca con un cristal: se transforma en espectro. Habita su cuerpo como si del propio infierno se tratara. Re­construye un laberinto en el fondo de sí misma. en donde no puede por menos de encontrarse: el hilo de Ariadna ya no le ayuda a salir pues se lo enrolla en el corazón" (2).

El dolor conduce a la desesperación. La pena del desamor le lleva de la mano a fraguar la pérdida del indiferente, no obstante la seguridad de que la muerte del desdeñoso Hipólito, no hará otra cosa que extender más, si cabe, la inmensa llaga de su amor insatisfecho.

Movida por esa sabiduría que le hace decir "No hay amor desgraciado: no se posee sino lo que no se posee. No hay amor feliz: lo que se posee ya no se posee", (3) Marguerite trata de penetrar luego en el misterio de Aquiles, el protagonista de La Iliada.

El Aquiles que nos muestra la autora en este rela­to no es el soldado imbatible de los campos de Ho­mero, sino el hijo de la diosa Tetis que, en la ciega esperanza de burlar al destino, le ha llevado a la isla de Escira vestido de mujer, para que viviera entre niñas y escape así de morir como guerrero en el es­plendor de la juventud. De allí le saca Ulises con su astucia paradigmática y se lo lleva a engrosar las fi las de los griegos, dejando atrás los amores de Dai­damia y Misandra, cuyos corazones traspasaron el secreto que ocultaban las vestimentas femeninas del héroe.

"Patroclo o el destino", es el tercer relato del libro.

Aquí la autora, fiel a su vocación por los abismos, apoyada en los recios hombros de los dos griegos de la lliada, otea la pasión que enlazó las almas de Aquiles y Patroclo cuyos arrebatos pusieron en peli­gro la suerte de su ejército e hicieron tambalear su victoria sobre Troya:

"Desde la muerte del amigo que había llenado el mundo y lo había reemplazado, Aquiles no abando­na su tienda alfombrada de sombras. Desnudo, acostado en el suelo como si se esforzara por imitar al cadáver, se dejaba roer por los piojos del recuer­do. Cada vez con más frecuencia la muerte le pare­cía un sacramento del que sólo son dignos los más puros: muchos hombres se deshacen, pero pocos hombres mueren. Todas las particularidades que recordaba al pensar en Patroclo -su palidez, sus hombros rígidos, más bien altos, sus manos que siempre estaban algo frías, el peso de su cuerpo desplomándose en el sueño con densidad de pie­dra- adquirirían por fin su pleno sentido de atributos póstumos, como si Patroclo hubiera sido, estando vivo, un esbozo de cadáver.

"El odio inconfesado que duerme en el fondo del amor predisponía a Aquiles hacia la tarea de escul­tor: envidiaba a Héctor por haber rematado aquella obra maestra; tan solo él tenía derecho a arrancar los últimos velos que el pensamiento, el ademán, el hecho mismo de estar vivo interponían entre ellos, para descubrir a Patroclo en su suprema desnudez de muerto". (4)

Está aquí, en este relato, toda la fuerza, toda la densidad del hierro derretido al rojo blanco que ca­racteriza pero nunca define, ni mucho menos explica o aclara siquiera la amistad entre hombres.

Con la misma sabiduría, con la misma penetra­ción, Marguerite Yourcenar nos lleva luego a con­templar a Antígona que purga en su carne inocente el crimen de su abuelo Layo, a esa virgen atormen­tada por una culpa que no es suya, tomada en el mo­mento en que la verdad ha matado a Yocasta y "Edi­po se ha quedado ciego de tanto manipular esos ra­yos oscuros" y "solo Antígona soporta las flechas que dispara la lámpara de arco de Apolo, como si el dolor le sirviera de gafas oscuras. " (5)

En "Lena o el Secreto", quinto relato de Fuegos, la Yourcenar se asoma apenas, con los ojos de Lena a manera de gemelos para disminuir la distancia, al universo de Harmodio y Aristogitón para contamos, con Lena como protagonista, el amor callado, resig­nado. "En la pasión -escribe en otro de sus libros Marguerite-, hay un deseo de satisfacerse, de sa­ciarse, a veces de dirigir, de dominar a otro ser. En el amor, por el contrario, hay abnegación" (6) y abne­gada es Lena cuando Aristogitón es arrastrado por el vértigo de la pasión que le suscita Harmodio. Esta abnegación alcanza su punto culminante cuando Aristogitón, acosado por los celos, da muerte a Hi­parco -hermano de Hipias, ambos hijos del tirano Pisistrato-, y Lena sufre entonces por el amor de Aristogitón la persecución desatada por Hipias, quien dio a la muerte de su hermano un significado político, pero que no era más que una cortina de humo, una excusa, que le permitiera asumir el po­der.

Este amor de Lena es el amor vergonzante, al que la respuesta del ser amado le viene como limosna; como los restos de la cena que se disfrutó en otra mesa; pero, amor al fin y, como amor, estado de gracia que le movió -según la leyenda y tal como lo cuenta ese delicioso chismógrafo Indro Montanelli_, a que, cuando fue detenida y torturada por la policía para que revelase los nombres de los cómplices en la conspiración que promoviera Aristogitón, se cor­tara la lengua de un mordisco y la escupiera luego, a la cara de sus verdugos.

En "Maria Magdalena o la salvación", Marguerite Yourcenar hace una incursión afortunada como to­das ¡as suyas, en el Evangelio V toma el pasaje de Marta V Magdalena; Magdalena ... la pecadora, la del amor correcaminos que puso sus ojos en el Cris­to V que a la muerte del amado dice "Hice bien en dejarme llevar por la gran ola divina; no me arre­piento por haber sido rehecha por las manos del Se­ñor. No me ha salvado ni de la muerte, ni del mal, ni del., crimen, pues gracias a ellos nos salvamos. Me ha salvado tan solo de la felicidad" (7).

El amor que María Magdalena siente por el Cristo es ya el amor.

Cuando aparece el Nazareno y la deslumbra con la gracia de su palabra y con el encanto de su presencia de hombre recio y adivina los arrebatos a que podría conducirle el ardor de su Iíbido contenida por las largas travesías, los ayunos, el esfuerzo de la predicación, percibe en su entraña sabia que con él le sería posible encontrar por fin lo que ha buscado en su prolongada travesía por la carne. Que segura­mente con él alcanzaría el estadio en el que por el abrazo de los cuerpos se llega a la fusión de los es­píritus y se accede -por un instante solamente- al paraíso de la otridad.

Entre este relato sobre Magdalena y "Fedón o el Vértigo" Marguerite Yourcenar anota "La indiferen­cia ignora; el amor sabe; deletrea la carne. Hay que gozar de un ser para tener la ocasión de contemplar­lo desnudo. Ha sido preciso que yo te ame para lle­gar a comprender que la más mediocre o la peor de las personas humanas es digna de inspirar allá arri­ba el sacrificio de Dios". (8).

Los dos últimos relatos de Fuegos son "Clitem­nestra o el crimen" y "Safo o el suicidio". Antes del primero la Yourcenar escribe: "El amor es un casti­go ... Somos castigados por no haber sabido quedar­nos solos" (9) y entra luego a indagar los terribles motivos de Clitemnestra para destruir con sus ma­nos el ser objeto de su amor. El sentimiento de Cli­temnestra tiene la terrible y desesperada intensidad del amor único en el que se agota toda la posibili­dad, en el que se quema toda la capacidad de amar que cabe a cada hombre y a cada mujer. "No existe más que un hombre en el mundo -dice Clitemnestra ante sus jueces-: los demás no son más que un error O un triste consuelo y el adulterio es a menudo una forma desesperada de la fidelidad". (10) Este amor de Clitemnestra por Agamenón es su concreción del amor.

“Solo amamos una vez, pues sólo una vez se está perfectamente equipado para amar (11) escribió Ci­ryl Connolly en La Tumba sin Sosiego.

¿Por qué Clitemnestra le da muerte? Tal vez por­que, como anota el mismo Connolly, "el objeto de amar es acabar con el amor" (12), o porque por un pecado de razón perdió el estado de gracia del amor y cayó en la sima sin fondo del desamor.

Como el agua que fluye es otro libro de amor escrito por Marguerite Yourcenar; en él nos da tres no­velas cortas caídas de su inspiración en distintas épocas. Ana Soror escrito en 1925; Un hombre Os­curo, compuesta en 1935 y revisada en 1979 y, Una hermosa mañana, escrita igualmente en 1935.

Ana Soror, la narración que abre el libro, es una historia de amor; del amor, ese gran histrión, perito en caracterizaciones, que echa mano de todas las máscaras posibles para asumir un papel que no se acaba pese a la repetición hasta el infinito.

El amor que fluye en Ana Soror, no es el amor co­rriente que brota en las fuentes de la legalidad y lo permitido; no, es el amor proscrito por la ley huma­na, perseguido por la moralidad, condenado por la dictadura de la costumbre: el amor incestuoso.

Los protagonistas de esta pasión que empieza de­licada, fresca y ligera como rocío mañanero y acaba en tempestad con rayos y centellas, son los hijos de don Alvaro y doña Valentina, gobernadores españo­les de Nápoles, durante la época en que en los domi­nios del imperio hispano, todavía no se ponía el sol.

Sus nombres son doña Ana y don Miguel. Juntos recorren el itinerario de una pasión que acrecienta su ardor con el paso de los segundos pero que, no obstante su fuerza arrollante, la angustia terrible conque los sacude, no los desborda, no rebasa su cauce y sólo les destroza a ellos en medio de tormentos tantálicos, sin que dejen escapar el más significante gesto que los delate, que los insinúe quiera ante la numerosa concurrencia que mal siempre a sus orillas.

Su drama no sale de los escenarios de su intimidad. Es silencioso, no tiene atuendos llamativos. Su tragedia no asume jamás las dimensiones de ostentación, de exhibicionismo vulgar que matiza -demos por ejemplo-, la relación turbulenta de César y Lucrecia Borgia.

Dice Marguerite Yourcenar refiriéndose a la escritura de Ana Soror: "Mi experiencia sensual era bastante limitada por aquella época: la de la pasión: hallaba aún a la vuelta de la esquina; sin embargo el amor de Ana y Miguel ardía dentro de mí. El fenómeno es, sin duda, muy sencillo de explicar: todo, ha sido ya vivido y revivido por los seres desaparecidos que llevamos en nuestras fibras, del mismo modo que en ellas llevamos también a los millares de seres que un día serán" (13). El incesto en su forma de amor entre hermanos es un fenómeno de incidencia frecuente en la historia del hombre. Desde la fórmula ritual. muchas veces sin amor, prescrita en algunas culturas para las fa­milias reinantes -solo para ellas-, hasta la modali­dad que se da entre las comunidades marginadas, condicionado allí por el hacinamiento y la promis­cuidad o en las de altos ingresos como forma de evadir el tedio del hartazgo, esta expresión del amor ha sido siempre territorio vedado.

¿Por qué lo escogió entonces la Yourcenar? Deje­mos que ella misma nos responda: " ¿Por qué escogí el tema del incesto? Empecemos por afrontar la hipótesis de los ingenuos que siempre se imaginan que toda obra nace de una anécdota personal. Ya expliqué en alguna ocasión que las circunstancias sólo me dieron un hermanastro diecinueve años mayor que yo y cuya presencia, entre huraña y taci­turna aunque por suerte intermitente, había consti­tuido aspecto negativo de mi infancia... " .

"EI trivial adulterio ha perdido mucho prestigio debido a la facilidad del divorcio. El amor entre las personas del mismo sexo ha salido en parte de la clandestinidad. Sólo el incesto sigue siendo incon­fesable. Y casi imposible de probar, aún sospechan­do su existencia. El oleaje suele lanzarse con mayor violencia contra los acantilados más abruptos". (14)

Un hombre oscuro, segunda narración del volu­men, es también, en el fondo, una historia de amor. Nathanael, su protagonista, camina desde una in­fancia sin calor de hogar hasta una muerte en la pe­numbra, por un camino sembrado de dificultades, levantadas a cada recodo para abatir su condición humana y reducirlo a simple desperdicio.

Pero en su alma arde una llama que le mantiene firme y no deja que su voluntad se doblegue ante las situaciones más adversas. Llega al amor empujado por la soledad y se entrega confiado en brazos de Sarai, prostituta judía que lo engaña a su gusto y ter­mina por abandonarlo, llevándose al hijo concebido una noche en que el alcohol y el entusiasmo, le hi­cieron olvidar las precauciones.

Una vez desaparecida Sarai, quien pese a todo, fue una corta estación de calma en su vida de cons­tante peregrinaje, Nathanael, acosado ya por la en­fermedad de los pulmones que le llevará a la tumba, luego de un acceso de pulmonía que le mantuvo por mucho tiempo en el hospital, sale a prestar sus ser­vicios como jardinero, en casa de un señor con pretensiones de científico, que le hace narrar ante su grupo de amigos octogenarios, para quienes el sexo se ha retirado a los cuarteles de la fantasía, narrar digo, pintar con los colores más atrevidos las pasa­das aventuras de cama vividas por Nathanael entre exóticas tribus de salvajes.

Cuando la enfermedad estrechó su cerco y Natha­nael no sirvió siquiera como entretención de los po­bres viejos de oído verde, se le mandó a cuidar una propiedad de los señores en una isla desierta en donde un día o una tarde o una noche, acaba por dormirse definitivamente.

Una hermosa mañana, es un cuento corto, conti­nuación de la narración anterior, en el que un her­moso y despierto niño, seguramente el hijo de Nathanael y Sarai, educado por uno de los clientes cul­tos -actor especializado en la obra de Shakespeare-, en uso de buen retiro que llegaba por temporadas al generoso hotel que regentaban Sarai y su madre, consigue ser enrolado como actor, en una compa­ñía de cómicos ambulantes.

Lazare, como se llama el pequeño, ha aprendido de memoria varios papeles y lo hace con tanto arte que logra convencer al director para que lo lleve consigo. Así, en esa mañana, antes de la salida del sol, este muchachito se coloca en la vía de la erran­cia que le marcara un padre que nunca conoció.

(1)- Marguerite Yourcenar. Fuegos. Trad. Emma Calatayud. Edi· torial Alfaguara. Madrid 1983. Pág. 28.

(2) - Margerite Yourcenar. Ibd.

(3) - Marguerite Yourcenar. Opus Cit. pág. 32.

(4) Marguerite Yourcenar. Opus Cit. pág. 46

(5) Marguerite Yourcenar. Opus Cit. pág. 53.

(6) Marguerite Yourcenar, “Co9n los ojos abiertos”, trad. Elena Berni. Emecé editores, Bs. Aires, 1962 pág.88

(7) Marguerite Yourcenar, opus Cit. pág. 83.

(8) Marguerite Yourcenar, Opus Cit. Pag. 86.

(9) Marguerite Yourcenar, Opus Cit. Pag. 100.

(10) Marguerite Yourcenar, Opus Cit. pág. 106.

(11) Ciryl Connolly "La Tumba sin Sosiego" Trad. Ricardo Baeza.

Edit. Sur Buenos Aires 1949. pág. 25.

(12) Ciryl Connollv Opus Cit. pág. 17.

(13) Marguerite Yourcenar. "Como el agua que fluye" Trad Emma Calatayud. Edit. Alfaguara. Madrid 1983. pág. 259. I

(14) Marguerite Yourcenar. "Como el agua que flu­ye". Págs. 260 y 261.