17/3/08

Diario de una infancia: “Otro día”


Iba un niño por el sendero y en el sendero era una flor. Porfirio Barba Jacob

Tienes once meses y estás a punto de caminar. Ya casi te paras solo; los apoyos de que te vales los buscas más como pretexto que como verdadero soporte. Son más para tus ojos que para tus manos. Y caminas prendidito y tus pasos son mesurados, cortos, de tanteo, temiendo -tal vez-, que se te va a acabar el piso.

Tus tentativas de andar me fascinan. Cuando tengas oportunidad de leer esto habrás recorrido infinidad de kilómetros y encontrarás la acción de caminar como la más corriente y quizá indigna de atención.

Pero no pequeño. El caminar es un portento, un milagro sobrecogedor en el que intervienen los mecanismos más complejos de la arquitectura humana. Porque no caminas solo con tus pies sino con todo tu cuerpo y con toda tu alma.

En una acción tan simple de avanzar un pie, sostenerlo un instante sobre el suelo y avanzar después el otro, interviene el diseño maravilloso e incomparable de la estructura ósea, músculos, tendones, nervios, en respuesta al deseo de ir o de moverse simplemente sin propósito determinado.

Cada paso que se da es el resultado de la mecánica más compleja del universo y de una dinámica que no tiene par ni siquiera en la creación técnica más perfecta que se ha realizado hasta hoyo pueda realizarse hacia el futuro.

Te diré cómo son tus pies ahora. Son peque­ños, gordezuelos, con graciosos hoyuelos en el nacimiento de cada dedo; aún no se te ha formado el puente, ni es posible distinguir el empeine. Los dedos están bien formados; ah! tampoco se puede ver el tobillo y son blancos y son mullidos como almohadones de la más fina lana.

Y seguramente te llaman mucho la atención porque, al igual que todos lo infantes de tu edad, tomas uno entre tus manos y lo llevas a la boca para succionar el dedo gordo. También, cuando estás tomando el alimento del pecho de tu madre, siempre te coges un pie para jugar con él.

Tus piernas son cortas y fuertes, de una forma deliciosa y en las rodillas se te forman hoyuelos como los de las mejillas, las manos y los pies. Tienes las manos grandes y una gran fuerza en ellas; despliegas una gracia encantadora cuando tratas de rascarte la oreja y pretendes dejar libre un solo dedo para meterlo dentro del oído.

Hoy me mostraste cómo puedes estar de pie solo por un largo rato de instantes. Me mirabas fijo como para percatarte de que toda mi atención era para ti y cuando te cansaste -digo mal- cuando creíste que yo había sido testigo suficiente de toda tu proeza, te dejaste caer sentado y te reíste con esa risa tuya que es absoluta y total, diste saltos sobre tus nalgas y aplaudiste.

Créeme que tienes toda la razón. La hazaña que cumpliste no tiene absolutamente nada que envidiar a cualquier prueba que entrañe la más alta dosis de heroísmo, que implique el mayor cúmulo de riesgo; tiene el mismo valor que cualquier llegada a la luna o el trabajo de la más eficiente computadora.