17/3/08

Los caminos de Roma



Por José Chalarca
Hace apenas unos meses tuve la fortuna de conocer personalmente a Fernando Vallejo. Primero llegué a él por sus libros, particularmente por su biografía de Barba Jacob. Para entablar correspondencia tuve que dar un largo rodeo; Leonel Góngora me dio la dirección de Carlo Coccioli; son amigos y se ven con relativa fre­cuencia. Allí le envié un sobre con una nota brevísima y un ejemplar de revista con mi co­mentario a su extraordinaria biografía del poeta antioqueño. Me respondió con una esquela. Ya con su dirección me di a la tarea de enviarle las notas y comentarios sobre su obra que apa­recían en periódicos y revistas.
Un día de diciembre del ochenta y siete me dio la grata sorpresa de una llamada por teléfo­no. Estaba de paso para Medellín y sólo para­ba en Bogotá, por tiempo limitado. No pudi­mos vernos porque su regreso a México lo ha­ría desde Medellín.
Hasta enero de este año. Lo primero que hi­ce cuando me instalé en un hotel de la zona ro­sa de la capital mexicana fue marcar su número telefónico. A los quince minutos llegó a la puerta de mi hospedaje, venía en su automóvil para mostrarme las primeras imágenes de la gran ciudad. En el carro traía con él a su perra "Bruja" que me trató como si me hubiera vis­to siempre.
Por los días de mi estancia había corregido ya las pruebas de esta novela: "Los caminos a Roma" de la que apenas hablamos.
 En ella Fernando Vallejo nos da cuenta de su conquista de Europa desde las colinas de Roma la eterna a donde llega con un solo objetivo: estudiar cine, dirección y producción, que es el sueño de su vida. La Roma que espera le abra sus infinitas puertas es la de Carlo Pon­ti, Mauro Bolognini, Luchino Visconti, Federi­co Fellini, Michelangelo Antonioni, Passolini, Bertolucci, en fin de los grandes monstruos que hicieron el prodigio del cine italiano.
Apenas llegado a Roma la memoria le vuel­ve a la Medellín de sus ancestros, a un domin­go de infancia de la mano del padre para entrar a un cine de barrio: "Era tarde de domingo, en esa salita abarrotada, al abordaje en un entrechocar de sables, así y ahí y entonces na­ció mi amor al cine. Por eso ahora estoy aquí, en Roma, en la plaza Navona, en el Tre Scalini, a un paso del mismísimo Sartre. Sintiendo la mano lo toco y entonces como Santo Tomás creo en la existencia de Dios. Ya iba a decide a Sar­tre que no compartía su tesis del compromiso, que el único compromiso que yo aceptaba era el del hombre consigo mismo, que la única ver­dad era la mía, la de un egoísmo feroz, cuando pasó un muchacho panadero, blanco de harina, con una canasta de panes ¿Y éste de dón­de salió? De un lienzo de Botticelli, con el pe­lo ensortijado coronando la belleza. Mis ojos se fueron tras él y tras mis pasos, a conocer a Roma, y a Sartre no lo volví a ver y años des­pués murió, hasta el cuello con su mentira".
De Roma se va a Sicilia invitado por la radio­televisión italiana, la RAI, para conocer las ins­talaciones que esta empresa tenía en la ciudad de Nápoles y al término de varias aventuras tor­na a Roma, a la Casa del Estudiante, donde ha­bía conseguido alojarse.
Y toda la historia, y todo el arte y toda la be­lleza que atesora Roma y que uno se encuen­tra a la vuelta de cada esquina, no logran aca­llar el recuerdo de Medellín y desde sus ca­lles, la vía Pissanelli, donde está la sede de la embajada colombiana y la vecina plaza del Pue­blo, su corazón, en alas de la memoria fantasio­sa, regresa a las callejas y a las barriadas de la "beya biya" con la conclusión de que "Esta Roma no vale con todas sus piedras viejas una rocola sonando en un café de putas del ba­rrio Guayaquil".
Vallejo se mueve entre el pasado y el presen­te, mejor entre dos pasados, que nunca son pa­sados del todo, que están siempre en relación con el presente, lo que los gramáticos llaman ante-futuro. Aunque creo con Musil que el tiempo de la vida, el tempus vivendi es el plus­cuamperfecto. Así, de la Roma de sus estudios de cine, salta a México, a su ciudad de Méxi­co en el apartamento de la Colonia Hipódromo preciosamente decorado bajo el imperio de un Stenway de media cola majestuosamente so­noro. Porque Fernando Vallejo es también músico y magnífico pianista.
Sin que recuerde por qué, me cambié a una residencia de músicos, ¿Tal vez porque soy músico? Si, soy músico de corazón. Me gusta oír ejercitarse el clarinete, sonando por horas y horas la misma nota, y una soprano gorda esca­lando a arpegios el Everest... El mundo no sabe qué está pasando, yo sí: el uno está agarrando embocadura, la otra impostando la voz. Y que se aguanten los vecinos! No hay cosa que me tranquilice más que una aprendiz de clarinete, o un pianista niño en los ejercicios de Ha­non...
De Roma parte para Francia, a buscar donde estudiar cine y Francia lo recibe como es fama saben recibir los franceses: "Mi primera im­presión de Francia es un bofetón a las ilusiones: un francés. Uno de los vendedores de san­dwiches y refrescos que suben a los trenes a ver si uno les hace el favor de comprarles algo. Pues el sujeto le hace tamaño escándalo a un pobre hombre porque éste no le puede pagar en francos. Y ¿de dónde quería que sacara los francos, don gran hijueputa, si el señor viene de Italia y vamos en un tren? ¿Quiere que salte al rastrojo? ... ".
Tampoco logra entrar al Idhec y sus estudios de cine en Francia no pueden ser. Vaga un tiempo por París; malvive y malduerme en un hotelucho que regenta una arpía malhumorada a quien deja en el momento de partir una caja de chocolatines generosamente inyectados de veneno. Y se va a España.
Está en Madrid y en Castilla, y en Ávila y después de aventurar por ciudades, pueblos y muchachos, vuelve a la Roma que es su centro de operaciones y de Roma torna finalmente a Colombia, a esa Colombia suya que repudia y repudiada, frente a la que experimenta una rara sensación, un fenómeno síquico que involu­cra simultáneamente la atracción y la repulsión.
"Los caminos a Roma", es el tercer volumen de una trilogía iniciada con Los días azules y que Fernando Vallejo ha dedicado a contar su vida maravillosamente vestida con el ropaje de la novela. Vallejo sigue mostrándose aquí co­mo el gran escritor que es, dueño de un caste­llano vigoroso y cordial, de un estilo literario definido y de una capacidad incuestionable para novelar que le coloca entre los mejores de Latinoamérica.

(1). "Los caminos de Roma", Fernando Vallejo, Editorial Planeta Colombia S.A. Bogo­tá 1988,124 págs.