Por José Chalarca
Hace apenas unos meses tuve la fortuna de conocer personalmente a Fernando Vallejo. Primero llegué a él por sus libros, particularmente por su biografía de Barba Jacob. Para entablar correspondencia tuve que dar un largo rodeo; Leonel Góngora me dio la dirección de Carlo Coccioli; son amigos y se ven con relativa frecuencia. Allí le envié un sobre con una nota brevísima y un ejemplar de revista con mi comentario a su extraordinaria biografía del poeta antioqueño. Me respondió con una esquela. Ya con su dirección me di a la tarea de enviarle las notas y comentarios sobre su obra que aparecían en periódicos y revistas. Un día de diciembre del ochenta y siete me dio la grata sorpresa de una llamada por teléfono. Estaba de paso para Medellín y sólo paraba en Bogotá, por tiempo limitado. No pudimos vernos porque su regreso a México lo haría desde Medellín.
Hasta enero de este año. Lo primero que hice cuando me instalé en un hotel de la zona rosa de la capital mexicana fue marcar su número telefónico. A los quince minutos llegó a la puerta de mi hospedaje, venía en su automóvil para mostrarme las primeras imágenes de la gran ciudad. En el carro traía con él a su perra "Bruja" que me trató como si me hubiera visto siempre.
Por los días de mi estancia había corregido ya las pruebas de esta novela: "Los caminos a Roma" de la que apenas hablamos.
En ella Fernando Vallejo nos da cuenta de su conquista de Europa desde las colinas de Roma la eterna a donde llega con un solo objetivo: estudiar cine, dirección y producción, que es el sueño de su vida. La Roma que espera le abra sus infinitas puertas es la de Carlo Ponti, Mauro Bolognini, Luchino Visconti, Federico Fellini, Michelangelo Antonioni, Passolini, Bertolucci, en fin de los grandes monstruos que hicieron el prodigio del cine italiano.
Apenas llegado a Roma la memoria le vuelve a la Medellín de sus ancestros, a un domingo de infancia de la mano del padre para entrar a un cine de barrio: "Era tarde de domingo, en esa salita abarrotada, al abordaje en un entrechocar de sables, así y ahí y entonces nació mi amor al cine. Por eso ahora estoy aquí, en Roma, en la plaza Navona, en el Tre Scalini, a un paso del mismísimo Sartre. Sintiendo la mano lo toco y entonces como Santo Tomás creo en la existencia de Dios. Ya iba a decide a Sartre que no compartía su tesis del compromiso, que el único compromiso que yo aceptaba era el del hombre consigo mismo, que la única verdad era la mía, la de un egoísmo feroz, cuando pasó un muchacho panadero, blanco de harina, con una canasta de panes ¿Y éste de dónde salió? De un lienzo de Botticelli, con el pelo ensortijado coronando la belleza. Mis ojos se fueron tras él y tras mis pasos, a conocer a Roma, y a Sartre no lo volví a ver y años después murió, hasta el cuello con su mentira".
De Roma se va a Sicilia invitado por la radiotelevisión italiana, la RAI, para conocer las instalaciones que esta empresa tenía en la ciudad de Nápoles y al término de varias aventuras torna a Roma, a la Casa del Estudiante, donde había conseguido alojarse.
Y toda la historia, y todo el arte y toda la belleza que atesora Roma y que uno se encuentra a la vuelta de cada esquina, no logran acallar el recuerdo de Medellín y desde sus calles, la vía Pissanelli, donde está la sede de la embajada colombiana y la vecina plaza del Pueblo, su corazón, en alas de la memoria fantasiosa, regresa a las callejas y a las barriadas de la "beya biya" con la conclusión de que "Esta Roma no vale con todas sus piedras viejas una rocola sonando en un café de putas del barrio Guayaquil".
Vallejo se mueve entre el pasado y el presente, mejor entre dos pasados, que nunca son pasados del todo, que están siempre en relación con el presente, lo que los gramáticos llaman ante-futuro. Aunque creo con Musil que el tiempo de la vida, el tempus vivendi es el pluscuamperfecto. Así, de la Roma de sus estudios de cine, salta a México, a su ciudad de México en el apartamento de la Colonia Hipódromo preciosamente decorado bajo el imperio de un Stenway de media cola majestuosamente sonoro. Porque Fernando Vallejo es también músico y magnífico pianista.
Sin que recuerde por qué, me cambié a una residencia de músicos, ¿Tal vez porque soy músico? Si, soy músico de corazón. Me gusta oír ejercitarse el clarinete, sonando por horas y horas la misma nota, y una soprano gorda escalando a arpegios el Everest... El mundo no sabe qué está pasando, yo sí: el uno está agarrando embocadura, la otra impostando la voz. Y que se aguanten los vecinos! No hay cosa que me tranquilice más que una aprendiz de clarinete, o un pianista niño en los ejercicios de Hanon...
De Roma parte para Francia, a buscar donde estudiar cine y Francia lo recibe como es fama saben recibir los franceses: "Mi primera impresión de Francia es un bofetón a las ilusiones: un francés. Uno de los vendedores de sandwiches y refrescos que suben a los trenes a ver si uno les hace el favor de comprarles algo. Pues el sujeto le hace tamaño escándalo a un pobre hombre porque éste no le puede pagar en francos. Y ¿de dónde quería que sacara los francos, don gran hijueputa, si el señor viene de Italia y vamos en un tren? ¿Quiere que salte al rastrojo? ... ".
Tampoco logra entrar al Idhec y sus estudios de cine en Francia no pueden ser. Vaga un tiempo por París; malvive y malduerme en un hotelucho que regenta una arpía malhumorada a quien deja en el momento de partir una caja de chocolatines generosamente inyectados de veneno. Y se va a España.
Está en Madrid y en Castilla, y en Ávila y después de aventurar por ciudades, pueblos y muchachos, vuelve a la Roma que es su centro de operaciones y de Roma torna finalmente a Colombia, a esa Colombia suya que repudia y repudiada, frente a la que experimenta una rara sensación, un fenómeno síquico que involucra simultáneamente la atracción y la repulsión.
"Los caminos a Roma", es el tercer volumen de una trilogía iniciada con Los días azules y que Fernando Vallejo ha dedicado a contar su vida maravillosamente vestida con el ropaje de la novela. Vallejo sigue mostrándose aquí como el gran escritor que es, dueño de un castellano vigoroso y cordial, de un estilo literario definido y de una capacidad incuestionable para novelar que le coloca entre los mejores de Latinoamérica.
(1). "Los caminos de Roma", Fernando Vallejo, Editorial Planeta Colombia S.A. Bogotá 1988,124 págs.