Fue cuando vivíamos en la casa del abuelo por segunda vez y nos tocó ocupar el primer piso. En el de arriba habitaban como inquilinos misiá Abigail, de setenta años de edad, y dos hijas solteranas: Esther Julia y Carlina. El hombre de la casa se llamaba Martín y trabajaba como chofer en una familia de ricos.
Sólo venía cada quince días cuando le daban salida.
Esther Julia era alta y flaca, Carlina también era alta pero de carnes abundantes. Esther Julia caminaba siempre en puntillas y hablaba bajo, casi en secreto; por ello mamá le dio el apodo de “pisa flores”. Carlina nunca supe si hablaba.
Para un diciembre llegó un nieto de misiá Abigail, muchacho de mi edad que se llamaba Conrado con quien no logré hacer amistad.
Conrado al igual que yo tenía la pasión del pesebre y este sentimiento en común nos unía en la distancia de los entrepisos. Yo empezaba con la tarea de hacer el pesebre desde principios de noviembre y cuando se llegaba con el seis de enero el momento de desbaratarlo, lo había modificado y paseado por todos los rincones de la casa infinitas veces.
El año en que llegó Conrado, mi pesebre fue de los más hermosos que recuerde. Había pasado de las figuras amarillas hechas de barro con mi propia mano y cocidas en el fogón, a un fastuoso pesebre de yeso –en miniatura, claro– que con mis escasos ahorros y unos centavos que papá birló del mercado, logramos adquirir en el almacén de don Benjamín López por la suma astronómica de treinta pesos.
Ese año mi pesebre estaba más bello que nunca. A las ocho figuras reglamentarias se sumaban un rebaño de cuatro ovejas sin pastor, una gallina de carey color amarillo que ponía huevos verdes y era más grande que las imágenes del pesebre, cinco casas hechas con empaques de remedios, un marranito de loza pintado de colorines.
Había también un río de papel de aluminio, unos pajaritos de celuloide, un tren de baquelita y muchos carros fabricados con cajas de fósforos.
El primer día de la novena que se hacía en todas las casas del barrio, iniciamos el recorrido en la de Conrado y ¡oh sorpresa! yo que los imaginaba ricos, les descubrí un pesebre tan pobre que era casi miserable. Todo un cuarto lleno de musgo con una sola figura que ni siquiera representaba un santo: una muñeca de porcelana...
Muchos consideramos que podría ser pecado rezar allí, pero la señorita Esther Julia nos cortó la retirada con una bandeja llena de confites. El pobre Conrado, demasiado gordo y grande para sus años, se sintió tan herido por nuestra actitud y los comentarios burlones de la chiquillada, que no nos acompañó esa noche a rezar la novena en el resto del vecindario.
A la noche siguiente, Conrado no se apareció y en un acuerdo tácito resolvimos ignorarlo. A la tercera noche volvió con nosotros y pidió, no, más bien exigió que comenzáramos haciendo la novena en su casa.
Le había cambiado de sitio al pesebre.
Ahora estaba en el comedor cubierto con una sábana a manera de telón. Cuando todos estuvimos dentro y habíamos encontrado acomodo, Conrado abrió la sábana y apareció ante nuestros ojos incrédulos un pesebre de fantasía.
El rostro y la expresión de las figuras era de una perfección que las hacía casi reales a nuestra vista deslumbrada; el oro, el colorido y sobretodo el tamaño superior al de las figuras de los pesebres caseros, nos dejaron a todos pasmados de asombro.
De los tres Reyes Magos, dos iban montados en corceles tallados en actitud de brío de los mejor pura sangre enjaezados con riquezas sin medida; el tercero montaba un camello en silla con baldaquino.
Más tarde supe que el pesebre que nos mostró esa noche Conrado era nada menos que un pesebre español, tallado en madera, con todos los refinamientos del estilo barroco.
Esa noche hicimos la novena con el mayor recogimiento, nos sentíamos como en
Todo se vino abajo el cuarto día. A eso de las once de la mañana, estaban golpeando en la puerta de misiá Abigail tres sacerdotes del Seminario de los Padres Corazonistas, próximo a nuestro barrio y cuatro policías.
No era yo el único curioso. Todas las vecinas estaban asomadas a las ventanas y comentaban y conjeturaban a voz en grito lo que pasaba y lo que pasaría.
Los sacerdotes y los policías entraron dejándonos a todos en ascuas. Al cabo de un buen rato que la curiosidad nos hizo eterno, salieron llevando cada uno varias imágenes del pesebre de Conrado.
Esa noche la novena se hizo en la capilla del Seminario y hubo bendición con el Santísimo, para reparar el sacrilegio cometido por el pobre Conrado que se fue ese mismo día con sus padres.