17/3/08

Apuntes para una anatomía de lo perverso

Por José Chalarca

Oh!, todos los vicios, cólera, lujuria –magnífica, la lujuria– Arthur Rimbaud

La cultura occidental ha surgido buscando la forma de evadir la práctica de los diez mandamientos y cometer sin reato los siete pecados capitales.

En ese cometido el gran conglomerado de los hombres se ha escindido en dos facciones: la de los dominadores y la de los dominados.

En el lado de los dominadores se situaron los políticos y los religiosos quienes a fin de definir su acción han determinado que la existencia de los hombres se cumple en dos estadios: uno la vida terrenal, y otro la vida eterna y sobrenatural después de la muerte. Han determinado también quien se ocupa del gobierno de cada estadio y así los políticos atienden el universo de los vivos aquí y ahora, y los religiosos el de la vida después de la muerte, el más allá de la eternidad.

Pero ambos se cobran del resto los costos de administración y manejo y se brindan mutuo apoyo.

En un derroche de prodigiosa malicia, miles de años antes de que Freud se inventara la psicología profunda, el segmento de los dominadores, con base en el conocimiento que tenían del comportamiento humano se inventó diez mandamientos y siete pecados capitales que según la teoría del neurólogo Rodolfo Llinás, son estados emocionales cardinales (especialmente los pecados) que una vez liberados, su caracterización universal puede ser reconocida por la mayoría de las culturas.

Esos mandamientos, con excepción de tres, son negativos, prohibiciones orientadas en su mayoría, a defender las prerrogativas de los dominadores. Todos van en contravía del ser y del sentir del género humano. El sexto, por ejemplo, no fornicar –según la presentación del catecismo del sombrío padre Astete, porque la Biblia dice: no cometerás adulterio– es el más controvertible de todos. Biológicamente la práctica del sexo es la forma insustituible de conservar la especie y el macho humano como el de la mayoría de los seres vivos es, por esencia, un fecundador. Pero como el dominador extiende la prohibición a cualquier modalidad de práctica de la sexualidad entonces lo que señala y condena, en el fondo, es el fugaz destello placentero del orgasmo, haciendo gala con ello de una ignorancia supina al desconocer que los términos griegos orgiazo, celebrar misterios y orgiasmos son parientes cercanos. Y que el segundo, de donde se deriva el español orgasmo, significa la fuerza psicomotriz que acompaña al hecho de estar inspirado y poseído por el espíritu divino.

Otros, como el octavo, no desear la mujer del prójimo, además de contrariar los principios del capitalismo sano, porque no existe nada más constructivo que el deseo, más dinamizador que la gana, niega la posibilidad de un goce delicioso, inofensivo y gratuito: todo lo que tiene el prójimo es siempre mejor. Además de la mujer, el carro, la casa, la finca, el puesto, el sueldo…

De los pecados capitales, en los tiempos que corren, sólo es rescatable la comisión de dos: la lujuria y la pereza.

En la lujuria el legislador distingue dos formas particularmente execrables: el incesto y la práctica entre individuos del mismo sexo. El incesto, admite distinción en el momento de calificar la comisión. Cuando el deseo confluye por efectos del hacinamiento forzoso inherente a la miseria que les lleva a compartir alcoba y cama a los padres con los hijos, tíos, sobrinos, primos y, fatalmente se poseen los unos con los otros, se configura un crimen punible con los rigores máximos. Cuando el deseo se consuma en el connubio de parientes en el primer grado de consanguinidad pero con bienes de fortuna, no pasa nada porque ellos lo hacen en aras de evitar la atomización de la propiedad y la desconcentración del capital.

Los otros cinco pecados capitales son aburridos y hasta dañinos. La gula repercute negativamente en la salud y puede llevar a la bulimia y a la anorexia. La envidia, solo daña al que la siente por lo que resulta una pasión inútil. La soberbia cayó en su mayor desgracia después del máximo ridículo al que la llevaron los nuevos ricos de las mafias. La ira pese a su cálido color rojo, tiene efectos nocivos en el sistema cardiovascular.

Los pecados capitales definidos para el limitado mundo del medioevo, en el universo interplanetario de la contemporaneidad no son más que simples contravenciones, usos pasados de moda. El dominador está pues en mora de expedir los actuales, tarea que tal vez no ha enfrentado porque muchos de ellos son de su exclusiva práctica.

Entre los pecados que se expidan tendrá que estar el que cometen contra la bondadosa lujuria las revistas del corazón y la farándula cuando despliegan ejércitos de paparazis y reporteros a la caza de la intimidad no sólo de los astros de la industria del entretenimiento, sino de la de cualquier desprevenido transeúnte que por azar se cruzó frente a la cámara que enfocaba a un artista. El hambre de sintonía que valida cualquier atropello en aras de lograrla. La quiebra artificial de los precios en el comercio globalizado, el monopolio y la usura cuyas arremetidas rastreras enuncia Ezra Pound en el poema suyo que recoge esta antología. Las telenovelas y los realities que prostituyen el gusto, secuestran la fantasía y falsean la sensibilidad. También esos programas que revelan las sumas multimillonarias que ganan las estrellas del cine, la televisión y el deporte profesional, y la ostentación descarada de la forma en que lo malgastan. Todo esto debería quedar bajo censura.

Volvamos a la lujuria que es –quizá–, el pecado más rico en posibilidades, fuente inagotable de fantasía, de goces exquisitos y abrumadores pesares.

Los moralistas, profesionales al servicio de los dominadores, para surtir las normas de manejo que ejecutan los políticos asistidos por los militares, personal rigurosamente condicionado para ver enemigos en todos los que no son ellos, adiestrados en la sospecha que vuelve criminales y delincuentes al resto de los mortales. Los moralistas, digo, han establecido que todas las contravenciones que genere o pueda generar la lujuria, configuran perversión. El modo ortodoxo de la sexualidad, como lo establece el dominador es el de un hombre de una edad determinada con una mujer, de edad igualmente establecida, dentro de una institución y con el objetivo único y exclusivo de procrear. Toda acción que no encuadre dentro de este marco, es transgresora y punible, y tanto más perversa en cuanto más se aleje o difiera de lo establecido. Y es en este alejarse y acceder a los niveles más elevados de perversión donde hace presencia la estética. Que no cabe en la comisión de ninguno de los otros pecados capitales o el incumplimiento del decálogo.

La belleza de la lujuria está en la apariencia física de los actores, el preámbulo y la puesta en escena. Aquí caben todas las artes: poesía, música, danza, pintura, retórica, teatro y que, por demás, hacen mutis por el foro en el momento culminante del encuentro, puesto que la generalidad de lo humanos lo realiza con la complicidad de las tinieblas, y como si fuera poco, cierra los ojos.

Para regocijo de los lujuriosos y dolor de cabeza de los dominadores, clérigos y moralistas, sagrado viene de sacer que significaba a la vez santo y maldito –anota Jorge Sauri–, por lo cual en ciertos cultos, lo perverso se confunde con lo sagrado. En realidad, ambos tienen en común la transgresión, en tanto suponen el establecimiento de una legalidad en la cual los hombres escapan a su condición habitual, pero, mientras en la primera lo hacen hacia la trascendencia, en la segunda lo hacen hacia la inmanencia.

Es decir, que en el caso particular de la lujuria la máxima virtud que estaría en la casta virginidad, se tocaría con su extremo opuesto, la prostitución, porque ambas contravienen el fin ortodoxo de la sexualidad: la procreación.

La trasgresión y la trascendencia son la entraña de lo perverso. De ello dan testimonio los poetas reunidos en este volumen desde el rey Salomón, pasando por la delicada Safo, el sibarita Catulo, el inmenso aunque ignorado Jaime Gil de Biedma, Baudelaire, Barba Jacob, hasta Mairym Cruz-Bernal. Y la quintaesencia de la perversión ¿no será acaso la misma existencia? Así lo sospecharon los trágicos griegos y lo sintió Pessoa cuando escribe:

Dame más vino, que la vida es nada.