17/3/08

Fernando Mejía o la tentación de la esperanza

Por José Chalarca
Manet mientras vivió fue rechazado siempre del «Salón", pasados algunos años de su muerte, la crítica parisiense descubrió su valor y lo entro­nizó con derroche de publicidad y de zalemas. Así ocurre frecuentemente con muchos hombres grandes: pasan desapercibidos, ignorados cuando no vituperados y perseguidos. Sufren penurias y vejaciones, nadie les hace caso, algunos los mi­ran pero no los ven, otros los ven pero cierran los ojos para no verlos, para poder decir después, cuando haya pasado el peligro, cuando todos se pongan de acuerdo en reconocer la grandeza real de quien vivió entre ellos como si no viviera: no es nuevo para mi, fui uno de los pocos que reco­noció su valor y le tendió la mano.

Los pensadores, los poetas, los artistas, los creadores, están condenados a vivir siempre al margen, a estar separados de la gente común, a no ser comprendidos, a ser tenidos como mons­truos raros. Algunos son acogidos y venerados desde el primer momento, otros, en cambio, des­de antes reciben el rechazo, no se les permite si­quiera presentarse a escena, tienen que permane­cer entre telones. Ese es su hado, su destino, su suerte, cualquier cosa, pero eso es lo que les ocu­rre a muchos.

¿Dejarán por ello de ser grandes, serán menos creadores, menos pensadores si no ocupan a dia­rio las primeras páginas de los periódicos, si no están en labios de las edites intelectuales, si no son tema obligado de los círculos artísticos y lite­rarios? No. Si una creación, un pensamiento, un poema valen como tales, es decir, son pensamien­tos, obra de arte o poesía genuinas, lo serán siempre aunque su autor no sea el hombre del mo­mento y la crítica se vende los ojos para pasarlo de largo.

El Boletín Cultural y Bibliográfico de la Biblio­teca Luís Ángel Arango correspondiente al mes de febrero de 1965, trae en la página 271 un pano­rama de la nueva poesía colombiana presentado por Helcías Martán Góngora.

Martán Góngora ha abarcado en su vista panorámica a muchos de los que fueron, a unos cuan­tos de los que dicen ser y a todos los que son poe­tas menos a uno: A Fernando Mejía. La no Inclu­sión de Fernando en el panorama martaniano pu­de obedecer a un olvido Involuntario, o más bien, a que su personalidad poética no puede ser captada en una vista de conjunto. De una cosa puede estar seguro el señor Martán Góngora y es que Fernando no le guarda, ni le guardará ren­cor por ello, ya que el rencor es mezquino y él es un fiel seguidor del decálogo whitmaniano que proscribe al poeta la mezquindad.

No obstante todo, Fernando es un poeta de los grandes. En sus versos se escuchan ecos de Vallejo, Neruda y García Lorca, y es un hombre an­gustiado. ¿Cuál es el por qué de su angustia ¿Todo y nada, quizá porque su sino es la angustia y los sinos son Indefinibles. La angustia de Fernando, su angustia, es una angustia gigante, más que gi­gante, Infinita, iIimitable, Indescriptible mas no por ello sin consistencia ni peso. Su peso es como el peso del aire de la atmósfera que oprime sin aplastar.

Decía que la angustia de Fernando era causa­da por todo y por nada y mejor de lo que lo pueda decir yo, lo dice este poema de su primer libro “La Inicial estación”, que se titula precisamente An­gustia.

Ya no podrá mi fe volver a la esperanza,

porque bajo la noche mi corazón tremante,

es ascua que desata su ceniza envolvente,

sobre el alba, el camino, el lirio y el infante.

Estaré siempre solo. Soberbiamente solo,

como un viejo marino que pierde su navío,

y se ve condenado a seguir transitando

con su terrible angustia los más duros caminos. (1)

.

“Ya no podrá mi fe volver a la esperanza”. No se­ría aventurado decir que ese todo y nada que motivan la angustia de Fernando se capitaliza en la lucha contra la esperanza, porque la esperanza, como lo hubiera dicho Marx, es otra de las aliena­ciones que pierden al hombre. La esperanza obnu­bila, enceguece; el hombre poseído por la espe­ranza se vuelve conformista y contentadizo, depo­ne sus armas, entrega en manos de los más astu­tos la lucha y las razones para la lucha. Cautivado por el melodioso canto de esa sirena farsante se despreocupa de sus penurias del momento, las hace de lado o las amordaza cruelmente para se­guir pisando con los pies llagados la uva que em­briagará la sed de quienes lo explotan .

“Vencer la esperanza; comprender, en fin, que no hay salvación, extraer de esta revelación una Alegría indomable, es la más alta cima a que puede aspirar un hombre”, dijo Nikos Kazantzaki con acento prometeico. (2). De esa guerra a muerte nace pues la angustia lacerante de Fernando. La esperanza se ha hecho carne con él, se ha vuelto un quiste maligno que se reproduce apenas cerce­nado sin darle tiempo de vestir la coraza salva­dora de la desesperanza.

Puede decirse también que la esperanza se de­fiende de Fernando con la angustia, puesto que la angustia, según el decir de Gabriel Marcel, “inmo­viliza”, (3) enerva, paraliza, ata las manos y el espíritu para el combate. La esperanza toma la forma de la angustia y le persigue a todas partes hasta lograr que a fuerza de tenerla siempre en pos de si, concluya por amarla así como el prisio­nero acaba por enamorarse de las cadenas que le aherrojan. Le tienta a cada Instante como una mu­jer impúdica, se desnuda ante sus ojos y le incita a que se arroje entre sus brazos descarnados y aprovechar entonces el éxtasis fugaz del abrazo para precipitarlo sin piedad en las profundidades oscuras de la desesperación y de la muerte. La de­sesperación no es nunca lo contrario de la espe­ranza, es el abismo que separa a la esperanza de la desesperanza, semejante al que separa a la nada del ser. La desesperación es negativa, la de­sesperanza es positiva; la desesperación pierde al hombre mientras que la desesperanza lo confirma en el ser, le enseña a esperarlo y extraerlo todo de su quehacer a confiar en sus fuerzas. Se introduce en el centro mismo del ser del hombre y le susurra con insistencia: “Intenta hacer a Dios de todas las cosas, de tu carne, de tu hambre, de tu miedo, de tu virtud y del pecado». (4).

Fernando resiste a los halagos de la esperanza vestida de angustia prostituta aunque no logre por ello liberarse del todo, pues ella, obcecada, marcha a su lado como una mujer celosa hasta el hastío que no le deja volver la vista a ningún sitio porque le atenaza el miedo de perderlo. Bajo la presión tibia de su brazo Fernando canta:

“Es Imposible, hermanos, la alegría.

Cada hora nos deja un sabor Inseguro de mace­rado pan.

Vamos sufriendo oscuramente

bajo soles violentos o lluvias torrenciales ... ...

Vamos por las ciudades

gastando el alma con los pies”. (5)

La esperanza, siempre bajo las máscaras de la angustia, le transporta hacia la infancia como di­cen que Satán condujo a Cristo a las cumbres más altas de Judea, y mostrándole el campo do­rado-verde-rosa de su niñez le incita para que se batan allí Fernando acepta el reto y en lo más en­conado del combate capitula y gime:

“Yo quisiera llorar como en la Infancia.

Sentir que el llanto lentamente

me desdibuje en nieblas las miradas.

Escribir otra vez en los cuadernos

el bello nombre de una colegiala.

Llorar porque los días cierran sobre la tarde

una ventana.

Esa ventana que soñara siempre

abierta por las manos que yo amaba ...

... Llorar porque mi madre

me hablaba de caminos y nostalgias,

llorar porque mi padre me decía

que era más triste el corazón que el alma;

porque mis hermanitas iban solas y descalzas

y porque todo era más triste;

más triste la esperanza;

más triste el corazón adolescente;

y más triste la luz en las miradas. (6)

Seguidamente entona una canelón para que los niños se eternicen:

“En las manos de los niños

dejad solo cuadernos,

para que escriban siempre;

patria, paz, compañero,

y dibujen cantando

un árbol o un perro ...

... Decidles que la vida

es hermosa; y que el viento

fue creado por Dios

para ungir sus cabellos;

y que el trigo se dora por sus vocablos tiernos;

y que el alba es azul

si despiertan sonriendo ...”. (7)

Canta esta canción con un acento convicto y te­naz sabiendo desde antes que su deseo no logra­rá escalar los muros de lo posible y que a los ni­ños les saldrá bigote y cambiarán los cuadernos por las armas o las herramientas y fingirán olvidarse de los pantalones cortos, las cometas y los rizos. Y lo sigue deseando todavía con la vehemencia de Unamuno un viejo hermano suyo en la soledad que escribió una vez:

“Por qué lloras ahijadito con ese llanto fatal ¿

Es que acaban de decirme que he de llegar a papá “Pero si todos los niños

lo que quieren es medrar. Yo no, yo quiero ser niño

por siempre y siempre jamás” (8).

Dice Javier Arango Ferrer que “Ios temas Infan­tiles son comunes a todos los grandes poetas por­que en ellos hay casi siempre un niño detenido” y esto vale (lo del niño detenido), creo yo, no sola­mente para los grandes poetas sino para todos los hombres. Los hombres nunca dejan de ser niños, solo cambian de número de talla en la ropa y juegan a jugar en serio; la diferencia radica en que la mayoría de los hombres no quiere reconocerlo y los poetas sí, no solo reconocen sino que procla­man a gritos ese reconocimiento.

En la poesía de Fernando Mejía hay elementos constantes entre los cuales se destacan más el campo y los manes familiares. En medio de las sombras tutelares que presiden sus poesías sobresale por su rotundez, su grandeza discreta y su bonhomía la sombra del padre.

“Cómo recuerdo ahora a mi padre cuando llegaba a la labranza, para dejar entre los surcos

la fe vibrante de su alma,

y hacer que en ellos la simiente su vital fuerza levantara,

y sobre el horno de su amor

el maíz áureo se curvara ...

... Amaré tanto su memoria que irá a mis huesos apegada; y su imagen será en el tiempo hondo clamor de mi nostalgia; y mi sangre -brasa cautiva-

de su ceniza desterrada”. (9)

El sentimiento que Fernando experimenta hacia su padre es un sentimiento claro y distinto. Los versos con que lo canta exhalan amor, respeto, veneración, admiración. Fernando quiere a su padre con un amor diáfano, transparente, que está muy lejos del oscuro y complejo sentimiento con que un Kafka o un Sartre evocan la memoria de sus progenitores. Fernando no le reprocha nada, no le pide nada, lo quiere como fue y como es en su re­cuerdo y a él, a su padre -quien lo prolongó en la sangre y en la voz-, ofrece reverente los arpegios dulce-amargos de su canto.

Fernando es un virgiliano frustrado por la angustia vital, nacida, como dije antes, de luchar con la esperanza, que prendida a su existencia como una Erinia Implacable le Impide disfrutar las alegrías silvestres hasta arrancarlo por fin de su campo patriarcal y, nuevo Ulises, condenarlo a vagar sin descanso por las ciudades sucias del humo de las fábricas, por los caminos de hierro y asfalto donde las flores no florecen y el musgo no germina.

Y en su vagar desterrado Fernando no se olvida del campo ni de las flores ni de los árboles y tiene que cantarlos entonces desde la orilla brumosa del recuerdo. Inclinado sobre la sima de su memo­ria tañe la lira y trina como un pájaro enjaulado añorando las ramas bordadas de capullos, los ho­rizontes abiertos, el vértigo del vuelo por los aires perfumados:

... EI río era un remanso en el verano... (10)

Recuerdo el cántaro como un oasis apagando mi sed de caminante... (11) ... Sobre la tierra grávida de tallos

se cumplió la verdad del evangelio ... (12) ... Los montes llegan hasta mis visiones como solemnes dioses tutelares ...” (13)

No habrían cantado así Virgilio y Horacio de ha­ber sido desterrados de las campiñas luminosas del Lacio ¿

La poesía de Fernando contiene luz y desespe­ranza. Una luz tibia en pugna con la sombra como la luz de Rembrandt y una desesperanza Inválida como una mariposa con las alas rotas. Y música como la de la quinta sinfonía de Beethoven y sonrisas, sonrisas tímidas. Fernando sonríe en sus poemas como un niño que sorbe sus lágrimas ante la perspectiva de un bombón.

En sus versos hay también fuerza y reciedum­bre. La lira de Fernando es una isla de roca aba­tida por las constantes tormentas de la vida pero, erguida, siempre aunque el agua al retirarse se lle­ve entre la espuma sus arenas y corroa sus ci­mientos.

Al concluir este sencillo estudio sobre la poesía de Fernando Mejía cabe una pregunta: saldrá triunfante en su lucha contra la esperanza? será él mismo quien nos lo diga después de algunos años. Aún le queda por vencer la suprema tentación de la esperanza que no se deja abatir tan fá­cilmente. Esa suprema tentación en la cual la es­peranza pondrá en juego toda su argucia y toda su fuerza es el suicidio. Sufrida con éxito esta última prueba Fernando habrá derrotado a la esperanza y podrá entonar con toda su voz el canto triunfal de la desesperanza y decir la soberana libertad del hombre.


NOTAS:
1.
MEJIA MEJIA, FERNANDO “La Inicial esta­ción. Biblioteca de Escritores Caldenses. Vol. 6 Manizales, 1961, Pg. 60.
2.
KAZANTZAKI, NIKOS . “EI jardín de las ro­cas” Obras escogidas. T.II.Ed. Planeta. Bar­celona 1962. pg. 287.
3.
MARCEl, GABRIEl. “EI hombre problemáti­co “Trad. María Eugenia Valentier. Ed. Sud­americana. Bs. Aries 1956. pg. 77.
4.
KAZANTZAKI NIKOS. Opus clt. pg. 272
5.
MEJIA MEJIA, FERNANDO. “Cantando en la ceniza” Biblioteca de Autores Caldenses. Vol. 15 Manizales 1963. pg. 20.
6.
Ibidem, pg.14
7.
FERNANDO MEJIA, opus. clt. pg. 24
8.
UNAMUNO MIGUEL DE. Citado por Charles Moeller en “Literatura del siglo XX y cristia­nismo” T. IV Trad: Valentín García Yebra. Ed. Gredos, Madrid 1960. pg. HO.
9.
MEJIA FERNANDO. Opus cit. pg. 36. 10.11 - 12 - 13 - MEJIA FERNANDO. Opus. cit. págs. 64, 65, 70, 71.