17/3/08

Las palabras de Sartre

Sartre y su infancia

¿Qué sería del hombre sin la palabra? La pre­gunta es inconsecuente: si es un hecho que el hombre posee la palabra, más aún, aventure­mos la afirmación de que es la palabra misma, no es del caso perdemos en averiguaciones hipotéticas, dar rienda suelta a nuestra imaginación para que, dejando de lado la realidad, malgaste nuestro tiempo en fantasmagorías Inútiles. El hombre tiene la palabra, pregunté­monos entonces qué hace y qué puede hacer con ella.

El dominio de la palabra es tan rico y tan extenso como el dominio del ser. Es posible lle­gar hasta decir que la palabra es primero que el ser en vista de que todo lo que es J acude a ella para que lo nombre y poder así definir los linderos de su identidad. Pero no entremos en honduras, el problema de las relaciones entre el ser y la palabra es tan complejo y tan pro­fundo, que a todo lo extenso de la historia del pensamiento, podemos observar a más de un metafísico y hombre de ciencia, pendientes de su planteamiento y solución.

Concretémonos ya a lo nuestro. Cualquiera puede decimos lo que hace el hombre con la palabra, mas, por el momento, a nosotros no nos interesa el hombre sino un hombre: Jean Paul Sartre y lo que este hombre hace con la palabra: escribir libros.

" Hemos leído “Las palabras” en donde Sartre nos confiesa su infancia y a raíz de su lectura se nos ha hecho patente la necesidad de re considerar la obra literaria que de él conocemos y tratar de penetrarla y comprenderla mejor ayudados del precioso Instrumento que ahora nos brinda .

“La filosofía que se escoge depende del hom­bre que se es”, dejó escrito Fichte y la afirmación se puede hacer extensiva, a más de la fi­losofía, a todo lo que se puede escoger. Pero “Las palabras” de Sartre parecen dejar sin sen­tido la sentencia del pensador alemán y entonces la escogencia no depende del hombre que se es, sino que más bien depende del niño que se fue.

Sartre con “Las palabras” hace lo posible por decirnos el niño que fue para que nosotros tratemos de comprender el hombre que es. (Quizás estemos atribuyéndole una Intención que no tuvo, pero dejémoslo así).

Empieza su libro con la descripción del clan alsaciano de los Schweitzer al que pertenecía su madre y nombra de pasada a los Sartre a quienes está ligado por un accidente fortuito; Jean Baptiste Sartre quien “en 1904, en Cher­burgo, siendo ya oficial de la marina y tenien­do las fiebres de Cochinchina, conoció a Anne Marle Schweitzer, se apoderó de esta mucha­chota desamparada, se casó con ella, le hizo un hijo al galope, a mi, y trató de refugiarse en la muerte”

Jean Baptiste Sartre murió algunos meses después del nacimiento de Jean Paul y esto le hace decir: “La muerte de Jean Baptiste fue el gran acontecimiento de mi vida: hizo que mi madre volviera a sus cadenas (a la casa de los Schweitzer) y a mi me dio la libertad... Dejé atrás de mí a un muerto joven que no tuvo tiempo de ser mi padre y que hoy podría ser mi hijo. ¿Fue un mal o un bien?, No sé; pero acepto con gusto el veredicto de un eminente sicólogo: no tengo súper-ego”.

Sartre, pues, fue un niño sin padre; muy pronto se dio cuenta de ello y se aprovechó de las ventajas; dice que no tiene súper-ego por­que no encontró nada que vencer; pudo creer desde muy temprano que nació solo, por un acto de su yo; su voluntad de ser tomó carne por si misma en las entrañas de su madre. Es­cuchemos lo que dice al respecto: “Morir no basta: hay que morir a tiempo. Más tarde, me hubiera sentido culpable; un huérfano con­ciente se perjudica; los padres ofuscados al verle, se han retirado a sus apartamentos del cielo. Y estaba encantado; mi triste condición imponía respeto; fundaba mi Importancia; yo contaba a mi luto entre mis virtudes”. Muerto Jean Baptiste Sartre, Anne Marie vuelve a la casa paterna y las circunstancias que encuentra no son las mismas. Su padre que encarna las virtudes y defectos del “petit bourgois”, la recibe como a hijo pródigo y acepta al pequeño Sartre como testimonio y prenda de arrepentimiento. En un principio le concede cierto margen de libertad en virtud de la experiencia adquirida, mas, pronto expira el plazo. El severo padre Schweitzer no quiere perder de nuevo a su niña y extrema los cuidados, aunque ya no es la misma de antes tie­ne que estar de regreso a su casa a una hora determinada, no puede salir sin permiso y como el padre es estricto en sus disposicio­nes, Anne Marie concluye por entregarse del todo a la vida de encierro y austeridad que co­rresponde a las señoritas de bien. Su silencio llega a tanto que acaba por pasar inadvertida. Se le asigna un dormitorio a ella y a su hijo y en la casa de los Schweitzer vuelve a haber, después de mucho tiempo, el cuarto de los ni­ños. “Los niños somos nosotros igualmente menores e igualmente mantenidos. Pero todas las consideraciones son para mí. Han puesto una cama de muchacha soltera en mi habita­ción”.

Las relaciones de Sartre con su madre son, desde un principio, las de un hermano menor con su hermana mayor complaciente y bonda­dosa. No tuvo entonces la oportunidad de aprender la obediencia; si la madre era su her­mana, a las hermanas no se les obedece y a su abuelo “se parecía tanto a Dios padre que muchas veces lo confundía con él”, puede decirse en consecuencia que desde siempre fue dueño de su voluntad y beneficiario de la voluntad de otros.

De su abuelo Schweitzer dice: “Este dios colérico se saciaba con la sangre de sus hijos. Pero yo aparecí al final de su larga vida, la barba había encanecido, el tabaco la había vuel­to amarillenta y la paternidad ya no le divertía. Sin embargo, yo creo que de haberme engen­drado no habría dejado de sojuzgarme: por costumbre. Pero tuve la suerte de pertenecer a un muerto. Un muerto había vertido las pocas gotas de esperma que son el precio corriente de un niño; yo pertenecía al sol, mi abuelo podía gozar de mí sin poseerme. Yo fui su “ma­ravilla” porque quería terminar como un viejo maravillado... ¿Qué hubiera exigido de mí?, yo le colmaba con mi sola presencia... Yo depen­día de él para todo”.

El niño Sartre vive con su abuelo en un cons­tante “flirt”; ni la más leve brisa turba la super­ficie quieta del mar de sus amores: “EI mostra­ba la vanidad sublime y cándida que corres­ponde a los abuelos, la ceguera, las debilida­des culpables que recomienda Hugo”. Nadie le impone nada. Las órdenes que se atreva a dar o las reconvenciones que movida por el celo haga la madre·hermana, chocan y se desintegran en el choque con la tolerancia del abuelo; y a su vez, lo que el abuelo diga en pro o en contra se encuentra con el eco o la in­dulgencia de Anne-Marie.

Como nada ni nadie le oprime y sus mínimos caprichos son ley incontrovertible, Jean Paul acaba por creer que es un niño bueno, acata el papel de tal y lo ejecuta con gusto y derroche de talento dramático. “Soy virtuoso por comedia, dice, pero no me esfuerzo ni me obligo: invento. Tengo la libertad principesca del actor que mantiene al público conteniendo el aliento. Me adoran, luego soy adorable. Como el mundo está bien hecho, no hay nada más sencillo. Me dicen que soy lindo y me lo creo... Me sacan cien fotos, que retoca mi madre con lápices de colores. En una de ellas, que hemos conservado, soy de color de rosa y rubio, con bucles, tengo las mejillas redondas y en la mirada una amable deferencia por el orden es­tablecido; tengo la boca hinchada por una hi­pócrita arrogancia: sé lo que valgo”.

Desde temprana edad descubre el universo de los libros; primero, por conducto de su madre, lue­go leyendo con la imaginación las palabras Impresas cuya comprensión le vedaba el no saber leer y finalmente, cuando aprendió la mecánica de la lectura, por sí mismo. Su capacidad para la ficción quedó enriquecida entonces con recursos Inagotables. Su tiempo no le alcanzaba para imaginarse siendo la infinidad de personajes que la lectura le brindaba. Leamos lo que escribe de los libros: “los libros fueron mis pájaros y mis nidos, mis ani­males domésticos, mi establo y mi campo; la biblioteca era el mundo atrapado en un espe­jo: tenia el espesor infinito, la variedad, la im­previsibilidad”.

Merced a su fina sensibilidad y a su inteligen­cia precoz, muy pequeño aún cayó en la cuen­ta de su situación; vio lo que de él se esperaba y sin vacilaciones se entregó a la tarea de acceder a las peticiones que no se le formula­ban. Notó el interés que el abuelo prestaba a sus palabras, cómo se entregaba complacido y serio a meditar sus sentencias, a desentra­ñar el secreto mensaje que contenían sus orá­culos y a su papel de “niño bueno” añadió sin remilgos el de arúspice.

El abuelo Schweitzer, cegado por el amor pa­terno, convirtió a su nieto Sartre en niño pro­digio. Llegado el tiempo de Ingresar a la escuela, el abuelo con su influencia y su pres­tigio, consiguió que su nieto fuera aceptado en un curso superior a sus años y preparación. Fracasó y su fracaso escolar fue atribuido a la incompetencia de los profesores, mejor, ni si­quiera se consideró un fracaso, más bien se pensó que el colegio y sus maestros no esta­ban a la altura del pequeño genio. Le consiguieron entonces un profesor particular para que le dictara las clases en casa.

En la infancia de Sartre, tal como él nos la pre­senta, no se perciben choques violentos, ni ex­periencias desgarradoras que traumaticen su subconsciente. Una infancia burguesa, satis­fecha, pero solitaria y retraída. No hay juegos compartidos, la niñez de Sartre transcurre toda entre adultos; aún en su pasajera vida de colegio permaneció solo; él mismo nos cuenta cómo a la hora de recreo, mientras los demás se entregaban a las carreras y retozos propios de sus años, él tenía que permanecer junto al profesor porque así lo había exigido el abuelo. Tal vez no sea exagerado decir que Sartre no fue niño puesto que fue consciente de su condición de tal, pensó mucho su puericia, nunca pudo ser el niño que era sino que siem­pre tuvo al frente al niño que él creía le pedían que fuera. Sacrificó su Infancia a una sombra de la infancia, no fue un niño para él sino para los que le rodeaban.


Sartre y “Las palabras”

Al hablar de “Las palabras” como lo que es: una autobiografía, no está por demás, compa­rarla con otras del mismo género. Agustín de Hipona fue el iniciador de esta modalidad de obra literaria. Desde sus “Confesiones”, los escritos en la misma tónica se han multiplica­do considerablemente.

Aunque hemos mencionado la autobiografía como una modalidad literaria homogénea, no podemos negar que en ella se perfilan dos campos bien definidos: las memorias y los diarios íntimos. De las dos maneras de intentar la autobiografía, la que más dificulta­des ofrece es seguramente la de las memorias. Esta manera supone en quien la emprende el detenerse en un determinado mo­mento de su existencia para echarle una mirada retrospectiva a lo que de ella va corrido.

Exige una memoria y una capacidad para re­cordar superiores a lo corriente y es particu­larmente peligrosa. Difícilmente evitará el autobiógrafo enjuiciar su pasado desde su ser de ahora, lo que resta imparcialidad y objeti­vidad al juicio. Es lo que ocurre en las “Confe­siones” de Agustín quien escribe su vida “para dar gloria a Dios, con el deseo de que quienes conozcan su miseria caigan en la cuenta de la generosidad de la misericordia divina que hizo posible su conversión”. Juzga su pasado de pagano con el criterio y las fórmulas que le ha dado el evangelio y no vacila en desfigurar su perversidad, para que resplandezca mejor la misericordia divina.

La autobiografía realizada por medio de los «diarios» no es menos difícil ni brinda mayo­res ventajas en cuanto a la objetividad, la im­parcialidad y la autenticidad del juicio que im­plica. Ofrece mayor exactitud cronológica y puede ser más rica en el detalle de las circuns­tancias del momento en que se produce el he­cho que se consigna, pero entraña el peligro de que quien se autobiografía de esta manera, por influjo de su temperamento, de la emoción, el estado de ánimo o el sentimiento, recargue de interés e importancia a hechos que no lo tienen o, por el contrario, pasen de­sapercibidos los hechos que sí la tienen.

Pero el obstáculo mayor con que cuenta el autobiógrafo es la tentación de la pose. Toda autobiografía obedece a la necesidad, cons­ciente o Inconsciente, que el autor tiene de justificarse y de encauzar la opinión de la pos­teridad, de la historia, para que juzgue recta­mente de su persona y de sus hechos. Así, si estos son censurables eleva el tono de la voz con que los nombra con la ilusión de que quien lo escuche, lo transporte a la tesitura normal. Puede ser también, en algunos casos, el producto de un egoísmo casi enfermo que previene los choques futuros que su memoria pueda tener en la cotidiana relación con los otros.

¿Qué pretenden en fin de cuentas quienes es­criben sus memorias, sus diarios, sus autobio­grafías? Decir la verdad íntegra acerca de si mismos para evitar las Interpretaciones vicia­das que puedan hacerse de sus actos, justifi­car sus obras ante si mismos o ante los demás. Por esto creemos ingenuo buscar el yo auténtico del autor en sus memorias o en su diario, pues el yo que en ellos aparece es un yo afeitado y compuesto, maquillado; un yo arreglado con miras a producir en el propio autor o en los lectores una impresión determinada; es un yo intencionado, dirigido.

Abandonemos ya las generalidades y reco­jamos nuestro tema. ¿Qué son “Las palabras” de Sartre frente a las “Confesiones” de Rou­sseau, el “Diario íntimo” de Amiel, “Si la semilla no muere» y los «diarios» de Gide, la “Carta a mi padre” y el “Diario” de Kafka? Un inten­to bastante logrado de autoanálisis; Sartre nos muestra desnudos los hechos de su infan­cia y con derroche de penetración sicológica trata de introducimos en el mundo complejo que ellos forman. Desprevenidamente, sin alardes de vocabulario técnico, con un estilo sobrio y tajante dispone frente a nosotros su ni­ñez. No justifica nada, no se arrepiente de na­da. Con humor negro y mirada de viejo escép­tico nos lleva a contemplar desde un clima de sinceridad bien ambientado, al pequeño flacucho y engreído que produjo al Sartre de aho­ra. No culpa ni a la sociedad ni a su familia ni las hace responsables de su desgracia como Rousseau en su autobiografía; no se siente in­feliz ni desdichado, ni cree deberle nada a na­die; “nací, dice, para calmar la gran necesidad que tenía de mí mismo”.

“Las palabras” de Sartre no son en ningún momento el testigo fiel, el paño de lágrimas de un egoísmo Introvertido como puede serlo el “Diario” de Amiel. Tampoco la relación porme­norizada, con visos de exhibicionismo, de an­danzas y aventuras como “Si la semilla no muere” de André Gide. Ni tampoco el grito de libertad de una personalidad oprimida por la sombra gigantesca de un padre como el que se escucha en la “Carta a mi padre” de Franz Kafka. Son, como ya lo escribimos antes, el mejor intento de autoanálisis sereno, frío, cáustico que se ha emprendido desde las «Confesiones» agustinianas.


3. Sartre y Sartre

Al iniciar nuestras consideraciones sobre “Las palabras” sartrianas, fijamos como pro­pósito la revisión de su obra a la luz que éstas desprenden. Intentemos pues la nueva visión. La infancia en Sartre es definitiva: “Yo, escri­be, había encontrado mi religión: nada me pa­recía más importante que un libro. En la biblio­teca veía un templo. Como nieto de sacerdote, vivía en el techo del mundo, en el sexto piso, encaramado en la rama más alta del Árbol central; el tronco era el hueco del ascensor. Iba, venia por el balcón, lanzaba una mirada a vuelo de pájaro sobre la gente que pasaba, sa­ludaba a través de la verja, a Lucette Moreau, mi vecina, que tenia mi edad, mis bucles ru­bios y mi joven feminidad, volvía a mi cella o a la pronaos, nunca bajaba de allí personalmen­te; cuando mi madre me llevaba al Luxembur­go -es decir, todos los días- yo prestaba mis harapos a las regiones bajas, pero mi cuerpo glorioso no bajaba de las alturas, y hasta creo que aún está allí. Todo hombre tiene su lugar natural; no fijan su actitud ni el orgullo ni el va­lor: decide la infancia. El mío es un sexto piso parisino con su vista sobre los tejados. Duran­te mucho tiempo me ahogaba en los valles, me agobiaban los llanos; era como si me arrastra­se por el planeta Marte, me aplastaba la gra­vedad; me bastaba con subir una topera para estar contento otra vez: volvía a estar en un sexto piso simbólico, respiraba otra vez el aire enrarecido de las letras, el Universo se escalo­naba a mis pies y todo, humildemente, solici­taba un nombre; dárselo era a la vez crearlo y tomarlo. Sin esta Ilusión capital no hubiera es­crito nunca”.

Ya dijimos antes, que la infancia de Sartre fue fácil. Querido, mimado de propios y extraños, celebrado en sus proezas y admirado por la seriedad de su pequeño ser; su infancia fue un camino de rosas. Dotado de sagacidad y pers­picacia supo construirse con la simulación y la comedia un mecanismo sutil de auto­defensa que no dejó llegar hasta su yo aque­llo que pudiera herirle o siquiera lastimarle. Sartre acepta que no tiene superego y no en­tendemos cómo llegó a tal aceptación. Quizás es todo lo contrario y merced a la naturaleza de muralla inexpugnable que constituye su superego, su yo íntimo, su verdadero yo, ja­más ha logrado ponerse en contacto directo con el hombre y por eso permanece en el aire. Hemos afirmado que la niñez de Sartre trans­currió sin contratiempos, que su yo no fue to- cado nunca, que su sensibilidad, a fuerza de ser defendida, acabó por adquirir la consisten­cia pétrea del muro defensivo. Para apreciar lo dicho, miremos una infancia que se desen­vuelve en los antípodas de la suya: la de Franz Kafka.

Kafka fue como Sartre un niño burgués, pero a diferencia de éste, tenía una sensibilidad a flor de piel y carecía de habilidad y astucia para forjarse un alter-ego capaz de defenderla o, al menos, de amortiguar los golpes de la realidad. Enfermizo y enclenque, tuvo que en­frentar desde la edad más tierna la personali­dad exuberante de su padre; su yo indefenso por estar siempre a la intemperie se tornó hi­persensible y con su prematuro darse cuenta, su vida de niño estuvo conmovida por la trage­dia de ver crecer y agigantarse la figura del pa­dre a la vez que menguaba en su propio ser. Leamos algo de lo que Kafka escribe a su pa­dre para reprocharle su proceder:

“Pero esa era tu manera de educar. Creo que tienes talento educativo: a una persona de tu clase sin duda le hubiese sido útil en su educación; reconocería la sensatez de lo que dijeses, no se hubiese preocupado de nada y habría realizado las cosas tranquilamente. Pero para mí, un niño, todo lo que me gritabas era precepto divino, nunca lo olvidaba, lo asi­milaba como el medio fundamental para juz­gar al mundo, sobre todo para juzgarte a ti, y allí fracasabas totalmente. Como por lo co­mún me hallaba reunido contigo durante las horas de la comida, tu enseñanza en gran par­te se dirigía al correcto comportamiento en la mesa. Lo que se colocaba sobre la mesa debía comerse; jamás se permitía opinar sobre la calidad de la comida, pero a menudo la en­contrabas Incomible; la definías como “Ia ca­rroña”; la bestia (la cocinera) la había estro­peado. Comías, debido a tu apetito excelente, todo con satisfacción especial, pronto, calien­te, y a grandes bocados, y por eso los niños debían apresurarse; en la mesa reinaba un si­lencio sombrío, interrumpido solo por amonestaciones: “primero come, después ha­bla”, o “más rápido, más rápido, más rápido”, o “no ves, hace rato he terminado”. Los hue­sos no podían separarse a mordiscos; el vina­gre no podía sorberse; por ti si. Lo principal era cortar el pan en tajadas rectas, pero resultaba Indiferente que tú lo hicieras con el cu­chillo que chorreaba salsa. Debía cuidarse que no cayesen migajas al suelo; al terminar, la mayor parte de ellas estaba debajo de ti. En la mesa sólo se permitía ocuparse de comer.

Pero tú te cortabas y limpiabas las uñas, sacabas punta a lápices, te hurgabas las orejas con mondadientes. Te ruego, padre, comprén­deme bien, éstas hubieran sido futesas carentes de toda importancia, que me deprimían solo porque tú, el hombre tan enormemente decisivo para mí, no cumplías los preceptos que me imponías. Por eso dividía el mundo en tres partes: la una, donde vivía yo, el esclavo, regido por leyes inventadas exclusivamente para mí, a las cuales, además, y no sé por qué no podía adaptarme por completo; luego, un segundo mundo, infinitamente lejano del mío, en el que vivías tú, ocupado en gobernar, impartir órdenes y enfadarte por su incumplimiento; y, finalmente, un tercer mundo, donde la gente vivía libre y alegremente, sin órdenes ni obediencia. Yo siempre estaba en posición ignominiosa; ya sea obedeciendo tus órdenes, que me afrentaban por ser solo valederas para mí, o adoptando una actitud terca, lo que también era bochornoso, pues resultaba imposible mantenerse obstinado ante ti, o simplemente no podía complacerte porque no poseía aunque tu lo dabas por sobre entendido, por ejemplo, tu fuerza, ni tu apetito, ni tu habilidad; esta era, sin duda, la vergüenza mayor. De esta manera, no actuaba la reflexión, sino los sentimientos del niño. (1).

La infancia de Kafka, por oposición a la de Sartre, fue un camino de espinas del que no lo­gró apartarse ni siquiera al conseguir su madurez. Toda su vida y toda su obra las em­peñó en la lucha angustiada de superar la imagen del padre erguida siempre frente a él como un tirano implacable que no le dejaba ser él mismo.

Sartre ha escrito que su lugar es un sexto piso y cuando desciende a la calle su otro yo, de muralla, se metamorfosea en zancos para que así su yo pueda caminar por encima del nivel corriente de los hombres. Su obra, su novela y teatro, pregonan este aislamiento. Todos los personajes creados por Sartre se resienten de inhumanidad. Su niñez súper intelectualizada e impersonal le creó el vicio de dar más impor­tancia a las ideas que a los hombres, al per­sonaje representado que a la persona misma del actor que lo representa. Parece que a es­tas horas de su vida, Sartre no ha podido dar­se cuenta que las ideologías valen por los hombres que las sustentan, que lo que prima es el hombre aún a pesar de sus ideas.

Charles Moeller escribió de Sartre: “no hay un átomo de poesía en sus escritos, ni un paisaje, ni una sonrisa de niño, ni una flor. Y “La obra sartriana contiene uno de los más viscosos ri­meros de fealdades de que tiene noticia la li­teratura” (2). Seguramente Moeller alude aquí a las novelas y cuentos recopilados en «El muro”. Cierto que el sexo y la pasión tratados por Sartre pierden toda belleza; inútil buscar cuan­do se ocupa del tema, el vigor salvaje que es­grime D.H. Lawrence, ni la sinceridad despre­venida de Miller. La sexualidad tratada por Sartre se vuelve viscosa y fea porque le falta humanidad y amor. Es la idea del sexo conce­bida desde la repugnancia.

El mismo Moeller refiriéndose al hombre Sartre anota: “Tengo la clara Impresión de que, bajo una apariencia de aplomo y equili­brio Sartre no ha podido superar el pantano de la adolescencia”. (3). No nos parece exacto. A nuestro juicio, lo que Sartre no ha podido superar es la infancia, no la infancia misma como primer estrato de la personalidad, pues­to que ésta ningún hombre la supera, sino la ingenuidad; sigue creyendo que puede enga­ñar a todo el mundo y a todos los hombres, co­mo engañaba al abuelo y a la madre-hermana, con sus habilidosas representaciones teatra­les. La perversidad de Sartre es postiza, es un maquillaje, en el fondo es bueno. Quiere apa­recer a los ojos del mundo desde su obra como el Intelectual frío y escéptico que se basta a sí mismo, que no necesita de nada ni de nadie, cuando es un hombre como todos, urgido por la necesidad de amar y ser amado. Si recorremos con atención la galería de personajes sartrianos, veremos cómo todos son Sartre y ninguno es Sartre, cada uno es una pose, un papel; se identifica con todos pero ninguno es él, por eso todos son de consistencia umbrosa; no son ni del todo rea­les ni del todo ficticios, son híbridos. Ser entraña una decisión: o se es hombre o se es dios, Sartre padece un complejo de semidiós que lo mantiene suspendido en el éter.

Dijimos a propósito de Kafka que toda su obra es fruto del esfuerzo continuado por superar la imagen del padre. ¿Qué es entonces, de dónde germina la obra de Sartre? Es la tentativa de superar su personaje, nace de la necesidad de ser él mismo. Algunos de los protagonistas de sus obras casi lo logran: Hugo en “Las manos sucias”, Orestes en “Las moscas”. ¿Qué les im­pide cumplir su cometido? la pasión desme­surada de Sartre por ser siempre el primer ac­tor que le lleva a exagerar los gestos, a ir más allá de su papel, a dejar atrás al personaje que representa. Sartre es un actor frustrado.

Sin duda el mejor personaje de creación sartriana es el Jean Paul Sartre de “Las palabras” a quien hace decir al final de la obra: “me he desvestido pero no me he exclaustra­do” o sea: me he quitado el vestuario y el maquillaje pero no les digo quién soy.

NOTAS

Los textos fueron tomados de “Las palabras”, Jean Paul Sartre, trad. de Manuel Lamana, Edit. Losada, Bs. Aires 1965. 163 pgs.

1.Kafka, Franz “Obras completas” T. 11, Carta a mi padre Trad. Carlos Félix Haeberle, Ed. Emecé Bs. Aires 1960. pg. 1098.

2.Moeller, Charles “Literatura del siglo XX y cris­tianismo” T. 11 La fe en Cristo. Trad. Valentín García Yebra, Ed. Gredos, Madrid 1961, pgs.43 y 46.

3.Moeller, Charles Opus. Cit. pg. 61

Manizales, Mayo de 1966