17/3/08

El hombre y las cosas en La Vorágine

Por José Chalarca

A primera vista puede parecer un contrasentido hablar de La Vorágine en un ciclo de arte joven. Pero si no nos contentamos con la primera vista y nos fijamos más allá, desaparece esta impresión. El desarrollo del proceso histórico supone el des­plazamiento generacional y cada generación que alcanza su tiempo cree traer, y de hecho trae, es­tructuras nuevas que reemplacen las propuestas realizadas por la generación inmediatamente an­terior.

Sin embargo, por radicales que sean los cam­bios efectuados por una generación durante su edad de poder, algo queda, algo yace en el fondo que establece un lazo de unión con el pasado, que mantiene los resultados buenos, los aciertos y aún los vicios mismos de la generación precedente.

Creo que la razón de esto es que todo lo hecho por el hombre no se queda en el vacío, no pierde su vigencia, antes bien, adquiere nueva realidad, en cada hombre nuevo y en cada nueva cultura; además, y esto es definitivo, los problemas que el hombre se plantea no tienen solución final, siempre han sido y serán, los mismos, lo que cambia son las circunstancias, los planteamientos. Lo que una generación nueva ofrece a los problemas humanos no es una solución, sino un enfoque dis­tinto y ese enfoque distinto es lo que mueve hacia delante la cultura y la ciencia.

Nadie osaría decir hoy que la épica y la tragedia griegas están pasadas de moda o que han sido revaluadas o que el Ulises de Joyce hubiera sido posible sin la literatura que ocurre desde la Odisea de Hornero hasta él. Algo semejante acontece para el caso particular de la literatura colombiana y hay que admitir entonces la necesidad de La Vorágine al constatar el hecho de la obra de García Márquez, de Mejía Vallejo, de Bo­nilla Naar, de Fany Buitrago y otros más.

El mundo es la naturaleza transformada por el hombre, es el hombre y las cosas surgidas de la naturaleza manipulada por él en su propio servicio. Mi intento va, pues, a tratar de ver lo que significa La Vorágine y a desentrañar el papel que en ella juegan el hombre y las cosas, si entraña una cosmovisión. En consecuencia, dejaremos de lado, las cuestiones estilísticas y el contenido ético y sociológico.

La novela colombiana, en particular La Vorági­ne, ha corrido la suerte de esos cadáveres sin deudo donados a los anfiteatros de las univer­sidades. Sobre su cuerpo desnudo, profesionales y aprendices, han practicado sin escrúpulo las más cruentas y disecciones. ¿Qué buscaban y qué encontraron? Nada. Y decimos que no encontra­ron nada porque en rigor no buscaban nada, por­que no sabían lo que buscaban. Para buscar con fruto es preciso tener presente, al iniciar fa bús­queda, el objeto, la meta que se busca. ¿A qué se debe este fenómeno de los buscadores que buscan sin saber lo que buscan? Se debe, entre otras cosas, a la falta de preparación adecuada para la búsqueda. Nuestros buscadores, que para el caso son nuestros críticos, carecen de funda­mentos filosóficos, de rigor científico y de la di­mensión profundidad. Se ha dicho que nuestra no­vela es pobre de esa dimensión en grado sumo. Pero es injusto. Lo que ocurre es que no hemos contado con críticos capaces de verla.

En nuestro país, comentaba un amigo mío, no existe la crítica propiamente dicha. Nuestra críti­ca no es más que el producto de simpatías per­sonales, obras nuevas con punto de partida en las obras criticadas, aplicación estricta de directrices académicas, perífrasis más o menos bien logra­das o anecdotarios sobre lo más llamativo de la personalidad del autor criticado.

La crítica auténtica debe desentrañar el contenido de la obra, su significado y ubicarla en sus circunstancias. Puede ser si, una obra maes­tra sobre otra obra maestra a condición de que cumpla con los requisitos antes anotados.

Vamos pues, a buscar al hombre en La Vorági­ne. Doña Elena Araujo, en un ensayo publicado en El Tiempo (Lecturas Dominicales) del 20 de junio de 1965 y que titula “El individualismo en la novela colombiana”, llama a La Vorágine una epopeya épica y además, “un mito épico oriental hecho novela suramericana”. Nos parece que en ello hay un contrasentido. Si la novela colombia­na, y dentro de ella La Vorágine, es individualis­ta, no puede ser al mismo tiempo un mito ya que el mito no nace del individuo como individuo sino que tiene sus orígenes en la comunidad. El mito es un hecho social y si en ocasiones la creación del mito se debe a un solo sujeto éste, no está en tal caso en función de su propia subjetividad sino de la subjetividad de la comunidad a que pertene­ce.

Pero no nos dispersemos, nuestro objetivo es hallar el lugar del hombre en La Vorágine. Arturo Cova, o Eustacio Rivera, es un buen poeta román­tico pariente lejano de Chateaubriand, perdido entre las selvas del Orinoco y el Amazonas; su pensamiento está barnizado apenas con alguna fi­losofía. Su yo, y en esto disentimos de la señora Araujo, no es un yo con la densidad selvática del paisaje que le circunda, en vez de la vegetación de potencia primigenia característica del Amazonas, apenas si da lugar a un rastrojo enteco como el de cualesquiera de nuestros páramos.

Las reflexiones que Arturo Cova hace sobre los resultados de su conducta carecen de madurez y profundidad. Mas que las reflexiones y reproches que puede hacerse un hombre maduro, son las re­flexiones de un adolescente en uso de su primer bigote, convencido de que la vida se reduce a co­rrer tras las mujeres y después de dos noches de farra recorridas con los pies y ciento con la ima­ginación, se siente frustrado y decepcionado, cree entonces ser el primero en descubrir la absurdidad de la existencia y que por lo tanto la vida no merece vivirse.

No quiere decir lo anterior que la problemática planteada por las circunstancias al yo de Cova ca­rezca de importancia y de interés existencial; la tiene si, a pesar de ser una situación corriente: la del provinciano cuasi poeta que realiza sus estu­dios en la capital metido en el cauce de la bohemia estudiantil, que vive una serie de aventuras fáciles, hasta que llega de improviso a una que cree ser definitiva porque colma momentánea­mente su Insatisfacción; pero ocurre lo Imprevisto y los hechos toman un cariz conflictivo. Para cumplir con su honor y defender su amor no le queda otro camino que sacrificar carrera y porvenir por fugarse con su amada a un lugar distante de toda mala suerte.

El asunto es interesante, maleable, lo que ocu­rre es que a Rivera le faltaron instrumentos ade­cuados o no estaba en situación de tratarlo. Segu­ramente no tuvo a mano el psicoanálisis de Freud ni los adelantos realizados por éste en la psicolo­gía o no poseía la formación humanística que le permitiera manejar el tema con más propiedad, o simplemente no quiso hacerla porque no era esa su intención, de ahí el tratamiento sin densidad, sin convicción y sin Interés que hace del caso. Rivera se queda en la epidermis de su personaje, hace la geografía de su pathos limitándose a llamar la atención, sin ningún énfasis, sobre los lugares que ofrecen mayor interés.

Alicia es una débil caricatura de la Atala de Chateaubriand. Una pobre mujer sin personalidad que a no ser por sus desmayos pasaría desaper­cibida. Rivera no pone mayor cuidado en su pro­yección. Toma una cara bonita como hay tantas, la hace gesticular tres o cuatro mimos y le añade, luego un cuerpo débil; así formada, la entrega a Cova para condenarla después a seguir tras él las planicies sin horizonte de los Llanos Orientales y perderse luego en la intrincada vegetación del Amazonas.

Barrera es un malo de una maldad sin propor­ciones, sin fundamento, sin consistencia. Una idea de la maldad que no encuentra el sujeto preciso para tomar cuerpo, una maldad flotando en la atmósfera como cualquier virus que cae de pronto, a manera de epidemia, sobre haciendas y caseríos inocentes e indefensos. Su maldad es fantasmagórica, es la maldad sin barreras.

Don Clemente Silva no es más que un pretexto de Rivera para mostrar de qué es capaz la vorági­ne, lo que puede hacer al hombre que le hace fren­te. Se puede advertir en la concepción de don Cle­mente la influencia del romanticismo extremo con su manía de recargar a los personajes con el sumum de desdichas o de felicidades, solo que don Clemente no tiene cuerpo para resistir tanta desgracia; las desgracias pasan por él, lo consu­men, le apabullan y siguen adelante arrastrando al pobre viejo tras si como una sombra.

Estos son los personajes centrales de la novela de Rivera. En su derredor rondan como sombras, no digamos personajes, puesto que les falta carácter, sino esbozos de personajes. Los personajes de La Vorágine son hombres y mujeres a quienes les pasan muchas cosas, las cosas les pasan y se los llevan en su estela. Por eso no son hombres sino pesadillas de hombres y mujeres. Al hombre no le pasan cosas sino que le acontecen sucesos, y no le acontecen de manera fortuita: él tiene parte en el impulso primario del acontecer y es árbitro de ese mismo acontecer. El hombre, el ser ahí, utilizando la terminología de Heidegger, no es un espectador desprevenido del ser de las cosas; él es el dueño de las cosas, las cosas son para él y aunque ejercen una atracción magnética sobre su capacidad cognoscitiva, éste no debe permitirles que le subyuguen, debe evitar perderse en las cosas si no quiere acabar cosificado, si no quiere ser convertido en cosa.

El hombre en La Vorágine sucumbe al hechizo de la cosa, es incapaz de defender su ser ahí y por eso la selva se lo traga sin consideraciones, inmisericordemente. ¿Y los hombres de las caucheras? Esos tampoco son hombres, son almas, almas solamente, almas que están en el infierno condenadas a sufrir un tormento que no pudo ima­ginar el Dante: convertidas en matas de caucho deben rendir su savia una y otra vez al conjuro punzante del cuchillo.

El hombre en La Vorágine está reducido a elemento de la escenografía, del decorado teatral para la representación que Rivera quiso hacer de la jungla ecuatorial de América; pero esta elemen­talidad no está del todo desprovista de ánimo, no es solamente una cosa es una especie de admira­ción despersonificada, una admiración que se admira del espectáculo terrible y soberbio que se sucede ante sus pupilas.

Rivera es como esos trovadores medievales contadores de leyendas que, conmovidos por las hazañas que narraban, acababan por ser ellos tan héroes o más que los héroes de sus relatos. Quiso contar el cuento de la selva tropical pero no llegó a la identidad con la selva, no supo robarle su se­creto, se quedó a mitad de camino como una som­bra extraña mitad hombre mitad jungla. De haber asumido su papel de ser ahí soberano, dueño de las circunstancias, no habría intentado contar el cuento de la selva, hubiera dejado que la selva y las fieras hablasen su propio lenguaje y tendríamos entonces un Libro de las tierras vírgenes de los trópicos americanos como el de Kipling lo es de las selvas indias. Si hubiera asumido su papel de ser ahí, no solamente due­ñ0, sino también dominador de las circunst­ancias, La Vorágine sería Robinson Crusoe.

¿Qué es La Vorágine en la novelística colom­biana y latinoamericana? Es el grito de un adoles­cente fornido, virgen, pleno de energías y ambi­ción que reclama su sitio en la sociedad de los hombres. Porque el hombre americano, fruto de dos razas que se unieron bajo la sombra lujurian­te de las selvas tropicales, apenas está en su ado­lescencia. Es un adolescente desubicado, sin tra­dición, sin cultura, sin filosofía. Un hombre recién despierto como el Adán que Miguel Ángel pintó en la Capilla Sixtina.

El adolescente no es todavía un hombre, es ape­nas un hombre en camino La Vorágine es uno de los primeros pasos en la novela latinoameri­cana, pero antes que novela, de acuerdo con la concepción moderna, es un romance, un cantar de gesta; no es un cantar de gestas de hombres guerreros, de caballeros enamorados y valientes, sino el cantar de gesta cuyo héroe es un asombro emocionado.

Nos hemos preguntado por el sitio del hombre en La Vorágine y podemos decir ya, como con­secuencia de lo anotado hasta aquí, que el hom­bre no tiene lugar en ella; intenta a veces hacerse oír pero su voz es apagada por las voces multitu­dinarias de la selva, no se oye bien porque aún no está templada, porque es una voz nueva que hasta ahora comienza a ensayar los tonos graves de su diapasón; prueba mostrar su cuerpo y su cuerpo se diluye, se mimetiza en el verde infinito que le sirve de escenario.

Si nos fijamos en la literatura norteamericana contemporánea de La Vorágine nos invade un sentimiento culpable de inferioridad; nos deja per­plejos el observar que cinco o diez años después de Rivera, Faulkner, por ejemplo, haya entregado a la literatura universal El sonido y la furia o Mientras agonizo. Mas nuestra perplejidad pier­de su motivación, si nos ponemos en la empresa de buscar las causas del fenómeno.

El hombre norteamericano es distinto del hom­bre de Latinoamérica. El latinoamericano es un hombre nuevo en una tierra nueva, un hombre que no sabe quién es ni ha medido las posibilidades de su suelo, mientras que el norteamericano es un hombre viejo en una tierra nueva, y no del todo nueva, sino que repite muchas de las característi­cas de su antigua tierra. El norteamericano es un vecino que cambia de casa, que abandona una re­sidencia estrecha e incómoda, recargada de tradi­ciones, herencias y recuerdos, por una mansión espaciosa, nueva, que le abre la perspectiva de realizar en ella, libremente, sus ambiciones; por lo tanto su proceso de adaptación no produce ningún desgarre, ningún choque violento; solo tiene que vencer un ligero complejo de usurpador, echar raíces que lo aten y repartir por las innume­rables salas y aposentos del hogar el contenido de los arcones en que trajo sus antiguos haberes. Nunca perdió su identidad a pesar de que las cir­cunstancias de la residencia adquirida imprimieran cambios a su temperamento y dieran nuevos rumbos a su fantasía, a su ambición y a sus fuerzas rejuvenecidas por el contacto con la atmósfera saludable de la tierra inculta.

¿En qué quedamos al fin sobre el ser de La Vorá­gine? En esto: La Vorágine no es una epopeya acabada, es una epopeya balbuciente; no es tam­poco un mito, es solamente una leyenda; es un mojón, una piedra de cimiento sobre la que se apoya la arquitectura del hombre americano que ya empieza a tener su estilo propio, sus propios volúmenes, su propia configuración en la novela de Carlos Fuentes, de Vargas Llosa, de Miguel Án­gel Asturias. Creo que la novela de Fuentes, de Vargas Llosa y de García Márquez tiene impor­tancia singular a este respecto. Mencionemos de pasada a cada uno de ellos. Carlos Fuentes, meji­cano, autor de La región más transparente, y La muerte de Artemio Cruz, ha llamado la atención de la crítica inter­nacional. Su obra, para mi en especial La muerte de Artemio Cruz, ofrece una contextura original, un tratamiento auténtico, casi libre de extranjerismos, de la problemática que debe afrontar el hombre de América una vez esté consolidada, una vez que haya adquirido su fisonomía inconfundi­ble.

Vargas Llosa resulta, a juicio nuestro, un caso insólito en la novela de América del Sur. Le conocimos por La ciudad y los perros que nos sorprendió por la maestría del diálogo, la fuerza narrativa, el realismo y el atrevimiento de la concepción, la ambientación acertada y el pensamiento y el estilo americanista que trasciende. La casa verde reafirma su talento y despeja todo equívoco frente a la autenticidad y valor de su estro. Rojas Herazo ha dicho que La casa verde constituye una forma adulta de la novelística americana, compartimos su opinión. Es una forma adulta si, pero no madura, a pesar de su calidad indiscutible.

García Márquez, acusado de seguir muy de cerca la tradición impuesta por la literatura norteamericana, Faulkner en especial, es la muestra más convincente de lo que ha logrado la literatura colombiana. No nos dijo mucho con La hojarasca y EI coronel no tiene quién le escriba, pero su voz no puede dejar de ser escuchada en La mala hora y en cuentos como Un día después del sábado y Los funerales de la mama grande. Este último cuento es un logro de calidad positiva, en él se perciben aciertos de ambientación, humor depurado, crítica certera y consciente, estilo lite­rario casi decantado de Influencias foráneas y personalidad literaria bien definida.

No podemos dejar de citar a Alejo Carpentier, a Mejía Vallejo, a Julio Cortázar, a Eduardo Mallea, a Jorge Icaza porque también se han preocupado de exponer al mundo las dimensiones, el carácter y la figura que tendrá el hombre de la América Latina.